13.11.07

El reino mineral

Coprolito de tortuga de Magadascar
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El fin de semana pasado se celebró la IV Fira del Mineral en nuestra ciudad. Hice una escapada meteórica el sábado a primera hora, cuando aún era posible detenerse a cada paso pero sin tropezarse. Pude comprar por 5 euros el coprolito de la imagen, que corresponde al excremento de una tortuga de Madagascar. Para mejor apreciarse el tamaño de la caca quelónica petrificada o fosilizada he añadido un fósforo de referencia. Hice antes pruebas con diversos objetos de tamaño estándar (un capuchón de bolígrafo Bic, una moneda de 10 céntimos de euro, una pastilla Juanola, un piñón, etc.) Pero en el mundo en donde se pretende recrear este blog, lo ideal era un mixto por su naturaleza precisamente híbrida. Fácil broma lingüista se dirá. Bueno, pero el caso es que tiene el mixto cuerpo de madera y cabeza de fósforo.
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Cuando yo tenía tiempo –de eso hace miles de años, pero después de la deposición de la tortuga malgache-, cuando yo tenía tiempo, digo, lo perdía buenamente en entretenimientos de habilidad que ahora sería incapaz hasta de discurrir. No sólo porque no tengo tiempo sino porque ya no tengo ni la mitad de habilidad en las manos. Por eso escribo un blog. Cogía, por ejemplo, una cajita de cerillas y encendía una de ellas (y hasta la apagaba) cada vez con menos dedos. Abrir la cajita, sacar sólo una cerilla, cerrar la cajita, encender la cerilla frotándola y apagarla agitándola, todo eso con el dedo índice de la mano izquierda o derecha y nada más, tiene su mérito. Un mérito, se me dirá, que no sirve para nada. ¿Qué le vamos a hacer? ¿Qué más quisiera yo que saber hacer cualquier cosa que sirviera para algo y que no sea una tortilla de patatas?

Mientras intentaba recordar una ilustración del cuento “La vendedora de fósforos”, recibí un mensaje en mi buzón electrónico. Un mensaje para adherirme al apagón del 15 de noviembre frente al cambio climático. Por lo menos hay que decir a favor del mensaje que me evita el forward y está tamizado y dulcificado por las palabras propias y sabias de quien me lo envía. Con mi legendaria impulsividad he contestado al mensaje con otro en que más o menos vengo a decir que por un lado yo suelo preparar la cena a la hora de la convocatoria y que, por otro lado, no quiero obedecer a consignas facilonas de bravatas pre-electorales. Además le he dicho que yo no gasto luz a lo tonto, que no uso nunca automóvil privado y que sólo tomo un avión en caso de verdadera necesidad. Luego va a resultar que si el jueves tengo el fluorescente de la cocina encendido a las 8:00:01 p.m., va a parecer que no creo en Al Gore o que me opongo a las consignas populistas, o que no estoy en este mundo y ni siquiera me enteré del pásalo.
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Vamos a ver. ¡Pero si en mi cocina amish solo ha entrado un transistorcito, el frigorífico, el exprimidor, la batidora y un ahuyentador de hormigas ultrasónico! No hay microondas ni televisión ni nada. Mi cocina de fogones es idéntica a la de “Cuéntame”, que la ví un día en una revista en la peluquería. Estaba en el piso cuando me vine. Para acabar: en el caso de que consiguiera llegar al aeropuerto de El Prat –cosa que hoy es más aventurada que un trekking en el Nepal, un safari sin guía o bajar el Montblanc sobre una tapa de wáter- en tal caso, me iría para siempre. No digo donde. Aunque sólo fuera para no tener que ver cómo se toman tantos aviones para un fin de semana o un puente masivo o para una reunión o para adquirir un baño de “cultura” de secado rápido.
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Al regresar a la pantalla de inicio de mi navegador he visto la rana y la mariquita del iGoogle mío jugando a tenis. Luego se ponen a recoger leña y, a veces, hasta las veo dormir junto a una pequeña hoguera. Últimamente estoy confiando en ellas mi noción del tiempo. Muchos días cuando miro a ver qué hacen, ellas siguen dormidas, cosa que me crea la ilusión de que yo sí aprovecho el tiempo. Pero ellas y yo sabemos que no es así. Que más que divagaciones otoñales de este hemisferio boreal lo que tengo son trompicones.
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Sin embargo, de tanto en tanto o de tanto en cuanto o de vez en cuando, ocurre algo que me despierta más allá de lo que es mi vigilia ordinaria y media muerte. Resulta que –como venía diciendo antes del mensaje- con mi coprolito en ristre más contenta que un tonto con un lápiz, seguí en la feria hasta dar con las obsidianas negras. Ahí me quedé medio traspuesta. Ni síndrome de Stendhal ni nada. La alegría del coprolito me había preparado para lo mejor. El pellizquillo del sigma intestinal como prueba feaciente de la naturaleza fecal de mi fósil, era un signo de autenticidad que se alojó en mi falta de certezas con singular brillantez. Pero las obsidianas me dejaron totalmente para allá.
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La obsidiana negra tiene el negro más negro de todos los negros que conozco. Más negra que el basalto, que un teléfono de baquelita gastada que más bien tira al carbón y a la antracita. Más negro que un dominó en Rialto. Más negro que un smoking negrísimo. Más negro que la tinta del calamar y la del humo, más negro que la laca china o el ónice o el azabache. Más negro que los ojos de gamba de mi canario, Trinidad Domínguez. Más negro que un piano de cola. Mucho más negro. Es el negro en su negritud y con tanta lucidez.
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NOTA: La publicidad gratuita de Bic, Juanola y la campaña del 15 de noviembre frente al cambio climático son antes bien el sello de mi independencia. Por eso, por la independencia, le quería dedicar mi divagación-trompicón a la memoria de Diego de Torres Villarroel (1694-1770), quevedista, autobiógrafo, matemático, profesor, amigo de lo tremendo, de mezclar cosas, que predijo la Revolución Francesa pero que no la vivió.

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