7.11.07

Pintores con amor

Gertrude Stein junto a su retrato por Pablo Picasso
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Fondo azul

Gertrude Stein en su Autobiografía de Alice B. Tocklas se refiere al retrato que le pintó Picasso. Mientras Gertrude Stein posaba, Fernande le leía las fábulas de La Fontaine. Posó durante ochenta o noventa sesiones, que son muchas. Parece que el óleo desató una "larga lucha" en el genio de Picasso. Y que marcó el límite, una sima, entre el Arlequín y las señoritas de Aviñón. El lienzo hace cosa de un metro de alto. Es un claroscuro en tonos pardos, con la figura sólidamente sentada, determinada, pesada y firme. El fondo es un rincón con manchas bermejas, castañas, espacios lacres y de siena tostado. Picasso lo firmó en el otoño de 1906 en París. Según la Autobiografía, Picasso reconoció que no se le parecía pero que se le parecería.
La naturaleza de la identidad del retrato de Stein y la propia Stein en sí, se manifiesta aún con mayor claridad en otra anécdota. Se produjo al cabo de unos años, cuando Picasso se enojó momentáneamente al ver que la escritora se había cortado el pelo. En seguida, tras comprobar que seguía intacta la inmanencia de su pintura, dijo aliviado: "Mais, quand même, tout y est".
A mí Gertrude Stein me recuerda a la corpulenta viuda del contramaestre del western aquel de Wellman, "Caravana de mujeres".

Posé para un pintor el verano de 1981, en Finisterre. Garabal tenía más de 80 años, yo 20. Recibí su propuesta a través de una mujer que servía en el restaurante donde yo solía reunirme con mis amigas después de la comida. Pilar me lo mostró a su espalda mesas allá. Dijo que ya había pintado a muchos pescadores del pueblo. Helena me dijo que hacía muchos años que veraneaba allí, con su familia de Santiago. Desde antes del 36. Me acerqué a la mesa de Don Manuel y accedí a posar a partir del día siguiente, por la mañana, en un aula de la escuela del Patronato. "Por la tarde –me dijo– pinto marinas".
Llegué puntualmente a las once a la primera sesión. Ya se había puesto un largo delantal azul que le cubría hasta los pies. Extendía churritos de óleo sobre la paleta. Me hizo sentar sobre una mesa escolar, a la derecha de un ventanal que daba a un pequeño fondeadero de ondas plateadas y de ónice blanquinoso. Me hablaba, decía, para mantenerme vivo el gesto. No era nada difícil permanecer inmóvil. Me contaba cosas de su vida. Fueron diez días, no más. Eran historias de la guerra, de los siete años que pasó en un sanatorio de Castilla para vencer la tuberculosis, de su mujer también pintora que le esperó todo aquel tiempo y con la que hubo de casarse.
Notaba yo que mucho de lo que me iba explicando lo explicaba como si ya lo hubiera explicado más veces. Yo me complacía en reproducir a mi vez los asentimientos con los que le reiteraba mi atención no tanto por ponerle en la pista del déjà vu como por complicidad, para participar en una especie de cumplido a la memoria. A mí me gusta que me expliquen aunque sea mal hasta películas que ya he visto, que ya es decir. Lo que no se cansaba de recordar era lo azul que era el blanco de los ojos de su esposa. Ese rasgo la había sobrevivido en una nieta que ahora tendrá veintitrés o veinticuatro años. Don Manuel de vez en cuando de repente dejaba de hablar y se detenía en una pincelada con la boca entreabierta y la cabeza ladeada. Reemprendía el hilo de su relato, tras un instante de suspensión, con soltura. Su deje era apacible, compostelano aún a pesar de haber pasado más de media vida en Madrid.
En mi quietud yo podía reparar en cosas así, en las manchitas de sus mangas, en una grieta en el marco del ventanal, y en el crujido de una puerta lejana. Y entonces podía darme cuenta de qué diferente podía ser lo que él miraba de lo que yo veía. Sobre todo teniendo en cuenta que yo no me veía a mí ni veía la cara oculta del caballete. Por discreción y timidez no vi mi retrato hasta el último día. Por discreción o timidez Don Manuel no me animó a hacerlo antes.
A media tarde andaba hasta la playa para tomar un baño. En Corveiro las aguas flameaban al atardecer. En San Roque había pleamar de azul prusia. Un par de veces, de camino, distinguí a Garabal pintando. Su traje cruzado negro y la cabellera blanca y crespa destacaban entre las zarzas y las matas de hinojo. "Por la tarde –decía– pinto marinas".
La ancha vista se prestaba al escorzo para revivir cómo había sido Finisterre en el albor del siglo. En la miranda de una casa abandonada aún resistía el palomar podrido. El muelle y la fortaleza le sirvieron al pintor de encuadre para rescatar del olvido escenas que se erguían prodigiosamente en ese territorio sin ley que hay entre la imaginación y la memoria. Casi hubiera podido volverse a avistar en la sierra, en la blanquísima ensenada, a algunas mujeres de luto recorrerla con un cesto en la cabeza, descalzas y al fresco de la orilla.
Cuando vi mi retrato acabado, allí estaba todo. No sabría decirlo de otra manera. Había pasado diez mañanas detrás del caballete, y me había dado cuenta de que lo único que había colorido era la luz, claro, y las manchitas de pintura en el delantal de Don Manuel. Así que fue el color del retrato lo que primero me impresionó. Y ver que ese color estaba hecho de playa, de sierra, de hinojo, sardinas, palomas fantasmas y mujeres marineras, y de algo que aún no sé que era pero que debía de ser yo. Solo lo vi una vez. El fondo era azul. Como el del cielo de "Cap d'Antibes" de Monet, un azul alegre.
La última vez que vi a Garabal me pagó y me dijo lo prometido, que me enviaría desde Santiago una fotografía del cuadro. Sabía yo que no alcanzaba a comprarlo y tampoco me atreví a pedir a cambio de lo convenido, doce mil pesetas, una sanguina o un carboncillo. El caso es que pasaron algunas semanas y el correo no llegaba. Me parecía impensable que Garabal faltara a su palabra o que se hubiera descuidado. Y lo que pasaba es que en realidad se había muerto. Se excusa decir que si no me había atrevido a pedir un apunte al pintor, menos iba a decidirme a preguntar a sus hijos por el paradero del cuadro. Los primeros días por no resultar apremiante y después por no inoportunar.
No sé donde está mi retrato. Seguramente fue el último retrato de Manuel López Garabal. Y lo cierto es que su ventura lo une más a mí, la buscadora, más de lo que pudiera hacerlo el parecido. Y hasta me gusta pensar que está comprado y que quizás alguna vez alguien se habrá preguntado por esa mujer, por la verdadera. Y es que, pensándolo bien, igual no es lo mejor que me podía haber pasado pero -no sabría como decirlo- me pertenece más aún de lo que me pertenece mi sombra o mi imagen en un espejo o todos esos espejismos en los que vemos astutamente reflejarse nuestros deseos.
Recientemente hice unas averiguaciones sobre el paradero de mi retrato y os las voy a participar en un próximo post, en cuanto haya encarrilado otro misterioso caso que aún me intriga mucho más: el de unas tumbas en la sección judía del Cementerio de San Andrés de Barcelona, muchas de las cuales indican la primavera de 1956 en sus lápidas.

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Fotos de Manuel López Garabal y de Concha Vázquez, su esposa: 1, 2. (Fuente: Cultura galega)

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