13.1.08

La megafonía móvil

Café Florian de Venecia
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Cuando fui a Venecia yo también estuve en la cafetería más antigua del mundo de la ciudad más bella del mundo según Lord Byron. El Caffè Florian de la Plaza de San Marcos. Serían las once de la noche, o quizás antes o más tarde. Desembarcó de un autobús un grupo de adultos. Se colocaron en formación coral y se pusieron a cantar una habanera ("El meu avi"). Cuando aún no habían llegado a "eren vinguts de Calella" ya los habían dispersado no sé si los del Florian o algún cuerpo. Fue todo tan rápido que no puedo menos que pensar que era una rutina no sólo por parte de los venecianos sino también por parte del coro. Fue visto y no visto.

Debo reconocer mi satisfacción ante la eficacia y la discreción con la que se les hizo callar al coro que, por bienintencionado que fuera, no dejaba de ser un incordio impertinente. En general mi punto de vista es que la diversión de unos no debe impedir la diversión de otros, y podría decir aquello de que mi diversión acaba donde empieza la tuya si no fuera porque con esta frase –incluso aplicada a la libertad- se me suele hacer un bucle lógico dentro de la cabeza. Lo que intento decir es que si la música de mi vecino no me deja oír mi propia música es que algo no está bien. De ahí se podría extraer la norma general de que sólo deberíamos hacer aquello que podemos hacer todos simultáneamente. Pero, no sé, es muy arriesgado. Debería pensarlo mucho y tampoco iba a cambiar las cosas ni es mi intención.

Un poco de ruido no viene mal, pero nuestro país es tal vez demasiado ruidoso. Si seguimos así pronto se oirán hasta las voces interiores. Suelo fijarme en las voces, vozarrones, altavoces, y portavoces que nos rodean. Y de la misma manera que más o menos distingo entre una soprano y una contralto, o un tenor, un barítono y un bajo, me gusta ver las particularidades del mensaje de las máquinas de tabaco, los audiotextos, los contestadores automáticos, los GPS y las megafonías de las estaciones de tren o de los aeropuertos. El vendedor que vendía helados en la playa hace unos años, atravesando penosamente la arena ardiente, decía "hay bombón helado" repetidas veces, pero como en un entrecortado cantar de siembra por su paso. No es lo mismo el sonsonete de un subastador de Sotheby’s o el de una lonja de Huelva. No es lo mismo el profesor de primaria que la profesora de primaria y no es lo mismo el profesor de primaria que el de secundaria. Luego están el profesor de la UNED que habla metódicamente por la radio en un programa grabado, la voz sin voto, la voz quejica, la voz rezongona, la voz ahogada, la engolada, la cantarina, la profunda, la pesada, la que tiene salpicaduras, la estridente, la de animadora cultural o de aerobic, la de quien dicta, la de la traductora simultánea, la de doblaje y la de la megafonía móvil. Sí, "megafonía" y no "telefonía". Ya sé lo que me digo.

Las frases al vuelo sin embargo tiene la cualidad de que inevitablemente las oímos sin que se digan en voz alta o sin que estemos pendientes. Tienen una resonancia especial. Y tienen otra particularidad: son más para "recolectores" que para "depredadores". Es decir, uno no puede salir a por ellas. Incluso conviene disimular. El último verano oí "Ven pa’cá que quiero cerrar la puerta". Fue como un resplandor. Había una mujer en el umbral de la puerta de su casa pero no se veía a nadie más, hasta que descubrí a mis pies una paloma. La paloma dio un giro de 45 grados y se metió en la casa, de planta baja. No pude menos que preguntarle a la señora si la paloma era suya. Me explicó que la tenía con ella desde hacía dos años y que se le subía al hombro cuando cosía y le picoteaba la oreja. La paloma se llamaba Manila y la semana pasada murió creemos que a consecuencia de haber inhalado un barniz con el que habían repintado algo en la casa. La vida es lo que tiene. 

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