30.9.07

El Club Leo

na vez tuve el honor de ser invitada a una cena del Club Leo. Desconozco si se siguen reuniendo. Era un grupo de unas treinta personas o más que tenían en común como mínimo haber nacido bajo el signo de Leo. Cuando me invitaron me vi en el deber de protestar. Al fin y al cabo oficialmente soy Cáncer. En mi opinión precisamente a un Leo genuino se le reconoce en una mesa llena de gente porque todas las miradas se dirigen irresistiblemente a él o a ella. Así es que no me resistí más de lo debido, ya que sentí una gran curiosidad por ver que iba a pasar con tantos leones.
En fin, en mi modesta situación de cangreja, me dirigí al lugar de la cena, cada minuto con la confianza más debilitada. Nada más llegar me hice cargo de donde me había metido: era la última cena de un restaurante de dos rusas, madre e hija, arruinadas. Es decir, que se trataba de ayudarles a aprovechar lo poco que les quedaba en el frigorífico y pagarlo como si se tratara de una cena de la Rusia imperial con su caviar, su champagne y su venado a las finas hierbas. El restaurante estaba en el Ensanche, en una de las calles perpendiculares al Tibidabo. Era muy amplio. Las rusas se habían empeñado en dignificarlo y, seguramente que para tapar las manchas de humedad o la falta de pintura, estaba adornado con unos enormes crespones de tieso lamé feo y pueril. Cuando estaba a punto de sucumbir a la melancolía, vi aparecer tres rusas. De diferentes tamaños, como esas figuras de campesinas rusas que se contienen unas en otras, las matriuskas. Madre, hija y nieta, entre las tres tendrían unos 77 años. No más.
El atractivo de la cena fue que cuando nos servía la rusa digamos del medio, parecía moverse como una mariposa. Debía de ser poco menos que bailarina. Las mujeres que preferimos la fuerza a la violencia, también gustamos más de la ligereza que de la velocidad.
Lástima que de una manera inesperada en uno de los bocados se me resquebrajó una muela del juicio. Un dolor salvaje me surcó el cuerpo desde el cordal hecho añicos hasta la punta del pie e incluso más allá del pie. Como pude, discretamente, escupí los trocillos de muela en mi pañuelo y como pude seguí en la mesa. Siempre fui muy estoica. Por ejemplo, a los ocho años me tragué el capuchón de un edding 1200 rojo y, aunque pasé unos instantes muy malos porque no podía respirar, nadie se enteró. Clase de lenguaje. El final de la digestión fue al cabo de dos o tres semanas en casa. Entre terribles cólicos confesé. Mi madre me mostró una palanganita ignominiosa y me pidió que me sentara encima indefinidamente. En perspectiva, creo que hice bien en los dos casos. Si llego a mostrar en la escuela mis signos de asfixia, no quiero ni pensar en lo que hubieran intentado hacerme. Y si no hubiera pasado por la confesión y la palangana en casa no se habrían creído lo del cuerpo extraño bajando penosamente esófago abajo. Lo sé. Aún no se ha creído lo de la puerta de cristal que atravesé y otros siniestros.
Volviendo a la cena de los leones; después de los postres la rusa grande y la pequeña nos cantaron. Eran dos voces magníficas. La de la abuela contrastaba con la de la nieta, que parecía de otro mundo. Y se unían en algún sitio de nuestros corazones. Y se bastaban para demostrar todo aquello de la grandeza del alma rusa. No pude más y dejé tranquilamente que se me escurrieran lágrimas como garbanzos. Dejé también que los leones pensaran lo que quisieran. Probablemente creyeron que tenía la sensibilidad a flor de piel o bien que tal vez me había hecho daño el vino, del que excuso comentarios. Y lo que pasaba es que lloraba por aquel lamé tan feo, la camarera bailarina arruinada, la muela en el bolsillo y porque todo tenía al cabo una abrumadora belleza.


Post registrado en SafeCreative: A la flor del berro (1) #1105179237451  2022: 2212162881351