1.3.08

Enfermedades raras



A Hank Coppus


Ayer, un día bisiesto raro, se señaló como el día de las enfermedades raras o poco frecuentes. Por la noche leí:

"En cambio su propio hijo no le dio más alegría que la de la esperanza, cuando Marfa Ignátievna estaba encinta. Pero cuando nació, Grigori sintió el corazón transido de pena y horror. El niño había nacido con seis dedos. Al verlo, Grigori quedó tan abatido que no sólo guardó silencio hasta el día del bautizo, sino que iba adrede al huerto a cavar. Era primavera; durante tres días cavó bancales. Al tercer día, había que bautizar al niño; para entonces, Grigori ya había discurrido algo. Entró en la isbá, donde se habían reunido los popes y los invitados y donde había acudido el propio Fiódor Pávlovich en calidad de padrino, y declaró de repente que al niño "no debían bautizarlo de ningún modo"; lo declaró en voz baja, sin explicaciones, articulando apenas las palabras, mirando sólo obtusa y fijamente al sacerdote.
-¿Por qué? –le preguntó éste con divertida sorpresa.
-Porque... es un dragón –balbuceó Grigori.
-Cómo, un dragón, ¿qué dragón?
Grigori guardó silencio unos momentos.
-Ha habido un embrollo de la naturaleza... –balbuceó, por lo visto sin ganas de
extenderse más sobre el particuar.
Se rieron y desde luego bautizaron a la pobre criatura. Grigori rezó con fervor junto a la pila bautismal, pero no modificó la opinión que tenía del recién nacido. De todos modos no puso dificultades a nada, sólo que durante las dos semanas que tuvo de vida el enfermizo pequeñuelo apenas lo miró, ni siquiera quería reparar en él y se pasaba la mayor parte del tiempo fuera de la isbá Pero cuando el niño murió de afta a las dos semanas, el propio Grigori lo puso en el ataúd, lo contempló con hondísima pena y, cuando cubrían de tierra la pequeña y poco profunda tumba, se hincó de rodillas y se inclinó hasta tocarla con la frente".
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Gracias a los ecos del día de las enfermedades raras pude ver que el pequeño de la novela de Dostoievski probablemente padecía el síndrome de Joubert. Ayer había visto algo en uno de esos periódicos que no se vende, el ADN tal vez. Esta casualidad es para mi idéntica a haber encontrado una homónima (Marta Domínguez Senra) que presentó un debate sobre El nombre de la rosa, el día que publiqué el post de
"El nombre de la cosa". Y también tiene un qué fractal respecto al hecho de que mi madre perdiera la alianza de mi padre el día que me recreé en la historia del anillo de Polícrates. Aquel día se puso las alianzas al revés y la de mi padre era demasiado grande. No creo que la recuperemos dentro de un pez.
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Mi rara condición, la de que mi cabeza funcione como una especie de antena pero sin servir para la videncia, no sirve para nada. No puedo evitar nada, no puedo adivinarlo, no lo entiendo ni mucho menos, sólo soy testigo de los refinamientos del destino. O del azar.
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He transcrito el texto de Los hermanos Karamazov porque creo que trasmite muy bien el sentimiento del padre que tiene un hijo deforme o enfermo. Pero no excluyo que pueda haber otra reacción. Lo que nunca he entendido ni quiero entender es aquello que se oía –por lo menos cuando yo era una niña- en los patios de los colegios: "Ojalá que te mueras de cáncer". O cosas por el estilo, que las hay aunque no sean tan claras. Como por ejemplo el asumir que la salud representa fielmente el valor intrínseco de cada cual. Hasta donde yo sé no hay ninguna línea de investigación en este país sobre la salud (craso error) y mucho menos sobre la salud de los que se creen mejores que nadie o la de los que se creen peores que nadie. Verdaderamente los que están en ese error, los que se creen que tienen salud porque naturalmente son mejores que nadie, acaban recibiendo de manera inexorable la lección de la vida (que no del destino o de la suerte). La vida les muestra a una amiga que estaba buenísima con un tumor en la matriz, o un familiar que sabía hacer hasta la declaración de Hacienda con una enfermedad degenerativa, una enfermedad de Cohn que se maligniza, o a un compañero de trabajo que cae derrumbado tras un síncope o un golpe de calor de tres al cuarto. Por no decir nada de lo que les pueda caer en carne propia. A veces, los que se creen peores que nadie se descuidan o directamente se maltratan (beben demasiado, fuman por demás, no hacen ejercicio alguno). Otras veces, los que se creen peores que los mejores simplemente caen enfermos y encima de estar enfermos y de tener que padecer el sistema sanitario (o no) deben asimilar las teorías mal asimiladas del karma y otras lindezas.
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Veintitrés años trabajando en el Institut Català de la Salut me permiten decir lo que precede con conocimiento de causa y que cuando un enfermo dice "no puedo más" indefectiblemente es que está empezando. Más no sé. Gozo de una buena mala salud. Quiero decir que tengo la tensión baja, sobre todo en primavera, y que aunque quisiera -que no quiero- no puedo fumar porque se me atrancan los pulmones. Tampoco puedo beber de más porque mi vesícula es una birria y no me deja ni comer un chocolate con churros como Dios manda. Me tengo que comer medio churro. Si no duermo mis horas después estoy como una piltrafa y lo veo todo más negro de lo que es. Por lo demás, cada día tengo que hacer mis ejercicios de taichi para poder soportar el estrés. Si no caminara, como camino, a diario y si no hiciera mis caminatas del fin de semana, ya estaría en el otro mundo.
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La primera vez que distinguí con claridad la diferencia entre vida, suerte y destino, fue cuando tuve que rechazar una, digamos, oferta de matrimonio. Mi respuesta fue que había tenido la suerte de conocerlo, que no estaba en mi destino, pero que quería que siguiese estando en mi vida. Ya lo sé que resulta un poco cursi o pomposa. Fue una respuesta espontánea, nada elaborada, y creo que mi amigo australiano se quedó medio bien. Sin embargo, desde entonces son tres elementos como tres puntos cardinales que me sitúan en todo momento ante lo que me va llegando y ante lo que voy dejando. 

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