29.7.09

In medias res

Cão, Eli Miguel (Texere)

¡Palomas son tus ojos!
Cantar de los cantares 1:15
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Alguna vez he oído decir que desde que existe la fotografía la pintura ya no tiene ninguna razón de ser, afirmación en la que subyace un desorden de ideas que no pretendo combatir. Un error se puede combatir, pero la estupidez no.
Si acaso, desde mi rincón, diré que la única cuestión en la que me he atrevido alguna vez a comparar las artes o las técnicas visuales ha sido porque veo en ellas una enorme dificultad en algo que no sé si es la composición o el encuadre. Ante los cuadros y ante las fotografías siempre siento que hay un corte. Suele ser un rectángulo. En la música parece más claro determinar dónde empezar o acabar una pieza, un fragmento musical, una frase. Se suele decir que cualquiera, incluso sin conocimientos musicales, es capaz de captar o prevenir una nota falsa o espuria en una obra clásica. En la literatura también es evidente un párrafo inconcluso y en todo caso están los puntos suspensivos y los experimentos para hacer una réplica de la fragmentación o la desconexión de la realidad. Miguel Ángel y Rodin utilizaron el non finito para realzar la informidad de la materia que tenían entre manos, y cómo de ella surgían definidas las formas. En Miguel Ángel la presentación de la materia también le sirve para hablarnos de la lucha y de esfuerzos hercúleos.
No sé si sabré explicar que tanto en un cuadro como en una foto está más presente su condición de recorte o fragmento, ya lo estoy… viendo. Claro que me imagino que hay trucos para corregir esa sensación: aprovechar el encuadre natural que propone la arquitectura o que ofrece la naturaleza, de manera que unos frisos o una ventana o la rama de un árbol pueden rodear la imagen que nos interesa. Otra opción es el marco y el difuminado. El marco, como el espejo, a veces se acaba incluso apropiando de la obra y de hecho, a veces la forma de atraer las miradas abotagadas de algunos de nuestros congéneres, es rodeando aquello que queremos destacar con una moldura dorada o superponiéndole un passe-partout que lo realce. El difuminado es otra posibilidad, y a mí me recuerda mucho al cuento de Andersen sobre la vendedora de fósforos, tristísimo, mi cuento preferido, donde la cerillera se calienta con unos mixtos que además de proporcionarle calor le permiten ver y hasta introducirse platónicamente en la caverna de la imagen de sus deseos y de aquello que le hace falta. El difuminado también me hace pensar en el naipe del 7 de copas en la baraja de Rider-Waite, que representa la ilusión. No es extraño que el origen del cine –y la caja oscura- estuvieran tan cerca del otro ilusionismo, el de la magia y la prestidigitación; y del esoterismo y el psiquismo. Indirectamente, el reflejo también sería una manera, la profundidad, de encuadrar un objeto, de darle fondo.
Y sin embargo no es fácil moverse entre las imágenes. Es curiosa la obsesión de los poetas conceptistas barrocos por el juego de imágenes y miradas, ese vértigo de correspondencias y espejismos o espejos. No obstante no me dejo impresionar tanto por los sonetos de Shakespeare como por un pasaje de Opus nigrum que, para no variar, he perdido, uno que hacía referencia a la experiencia del médico a través de un elemento nuevo (las lentes), de su propio cuerpo que además está enfermo. No recuerdo si es un fulgor, un efecto óptico, algo nuevo en cualquier caso, lo que le permite darse cuenta de cómo un cristal le hace percibir su cuerpo inerte de diferente manera a como lo había percibido hasta entonces.
Por lo tanto, una vez aclarado el feo y tedioso asunto del rectángulo de las fotos, ya puedo pasar derechamente a las fotografías de Novelos de silêncio. Me he atrevido a hacer una especie de patchwork con algunas de ellas, una minúscula parte, pero lo que creo que habría que hacer con ellas es montarlas como en una especie de cubo de Rubik delicuescente, que respondiera al estímulo de nuestras necesidades, como si respondiera como un sensor táctil al interés de nuestra mirada por un color o una textura y nos devolviera, surcando ígneamente o acuáticamente unos campos semánticos que sólo Dios sabe, otras imágenes que E. Miguel guarda no sé bien bien en qué orden ni en qué lugar de este mundo. Sería una mezcla entre un I-Phone, las ideaciones de la cerillera y San Juan de la Cruz [*] .
A pesar de los disgustos que a veces nos da internet, que nos los da, hay que admitir que también nos da el gusto de poder mirar incansablemente lo que nos apetece sin manosearlo, como si estuviéramos mirando a través del ojo de una cerradura, de la mirilla de una puerta o a través del visor de otra cámara. Yo sigo prefiriendo el visor pequeño de la cámara al más cómodo de LCD porque el hecho mismo de mirar ya me resulta placentero. Con el visor pequeño acabo invariablemente con migraña, por supuesto.
Si alguien con cabeza hablara de las fotos de E. Miguel tendría que referirse al uso de las siluetas, de las sombras claras, tendría que referirse a las texturas, a la fuerza, al silencio de las cosas, al interés que pone el agua de decirnos de tantas maneras inagotables lo que ella (Eli) ya sabe. Seguramente lo que me atrajo de sus imágenes fue el enamoramiento del fuego y el agua, eso que al atardecer se muestra en unos dorados que no son los de una juerga de colores hawaiana o una boda en Las Vegas. En su paleta de crepúsculos parecen predominar matices de oro viejo, vino amontillado, oporto blanco, ónice, nácar aquietado, resplandores que se alojan mortecinamente en la punta de un campanario, en las últimas hojas otoñales o en una cuchara inmóvil. El pedúnculo y la verja tienen la nitidez del éter o del ojal de una bata de colegio, cuando Eli las señala. Los clava en el cielo como una plegaria, aunque ella dice que no cree y será verdad. A veces sin embargo esa precisión caligráfica parece la del lenguaje, como si el garabato de una paloma sobre los tejados de Lisboa fuera una palabra que yo al menos no consigo descifrar. Las palomas parecen estar ahí eternamente, como las ruinas de los sueños lisboetas y el imperio antiguo, como las cornisas de un edificio que ha empezado a ser quien era desde el momento que se empezó a deshabitar y a perder empaque o arrogancia o a pasar desapercibido.
Sé cómo es Eli por cómo la miran los gatos en sus fotos. Se dan cuenta de que no es una flor. También he mirado largo rato una robinia que es tan grande que retiene sus propias flores caídas sobre sus ramas, como una anciana ventruda y despeinada con guisantes en su regazo. Los obreros y el pescador en medio del oleaje me demuestran que mi amiga portuguesa no debería descartar el retrato. ¿Lo hará por timidez? La cabra que se lame, el perro en la orilla, las rocas al sol de esta tierra que compartimos y que continuamente nos recuerda lo duro que puede llegar a ser vivir, a mí me llenan los sentidos. Y es de lo que se trata, de sentir.
En Novelos de silêncio (“Ovillos de silencio”), la poesía ha encontrado un varadero, un puerto seguro, y cada fotografía ilustra un poema de una colección que también es generosa y ancha y que no es ni mucho menos un complemento o un apoyo para llegar adonde no llegó la imagen.
He observado la evolución de Eli a lo largo de sus blogs (Texere, Sulanorte) y creo y veo que es ahora cuando está empezando a recoger “ciento por una”. A Eli, distinguida por su timidez, tímida por su distinción, mis mejores deseos.

Más y más:
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[*] “En solo aquel cabello / que en mi cuello volar consideraste, / mirástele en mi cuello / y en él preso quedaste, / y en uno de mis ojos te llagaste. // Cuando tú me mirabas, / tu gracia en mí tus ojos imprimían; / por eso me adamabas, / y en eso merecían / los míos adorar lo que en ti vían”. (Cántico espiritual, San Juan de la Cruz) .

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