28.7.09

Post 303: La historia se repite


La familia de Felipe IV o Las Meninas (Diego Velázquez, aprox. 1656)

Traigo a este pobre blog “Las meninas” de Velázquez, a mi entender el mejor cuadro que se ha pintado nunca o uno de los 5 mejores en todo caso. Simplemente para señalar la figura del bufón, Nicolasito Pertusato, en el instante en que casi para toda la eternidad patea al mastín leonés. La composición me hace recordar exactamente la patada de Froilán, el hijo de la Infanta Elena, a su prima segunda Victoria López Quesada Borbón Dos Sicilias durante la ceremonia religiosa de la boda del príncipe Felipe de Borbón. Me parece que en aquel momento, mayo de 2004, se dijo que era la patada de un grande de España a una plebeya, porque se confundió a la niña con Carla Vigo Ortiz, la sobrina de Leticia Ortiz, la novia. Lo que está claro es que era una patada en toda la regla y que el gesto se va repitiendo no ya sólo por el abuso que se hace del material de archivo en los medios de comunicación, sino porque la historia tiende a reproducir cientos de veces el mismo detalle, como si anduviera en ensayos para un estreno que aún no se ha celebrado. Paradójicamente, el gesto del Froilán fue una de las pocas anécdotas –junto con la mala cara de Carolina de Mónaco, que tuvo que dejar a su marido, un Hannover, dormir la mona- que se salieron no solo del protocolo sino también del aire que adoptó la boda, cuidadosamente rancio y muy propio de los años cuarenta.
Lejos de estar interesada en mostrar un panorama de la realeza europea y mucho menos el de la realidad europea, simplemente me aprovecho de la imagen de la patada para ilustrar el tema de hoy: el de que la historia se repite. Y se repite y se repite. Como el ajo. Al lado de esa observación, bastante abrumadora a veces, la verdad, está la de que en algunas personas la persistencia de sus hábitos conduce a una especie de caricatura de sí mismas. Días atrás intentaba recordar una historia curiosa que oí en una emisora de radio. Llamó por teléfono a un programa una mujer de mediana edad explicando que había tenido una historia amorosa con un señor que la llamaba “Chispita”. Este detalle, que puede parece menor además de ridículo, es un elemento central de la anécdota como veremos. Y es que el caballero en cuestión, que además de esta peculiaridad tenía otras, como su extrema discreción, contaba con una especie de red de “chispitas” por toda la provincia en la que desplegaba y a veces simultaneaba su acción. Cosas de la vida, las “chispitas” acabaron conociéndose y precisamente lo que les permitió reconocerse, además del tamaño de las ciudades en que estaban confinadas, fue el apelativo. Ese nombre, que proporcionaba al ligón un comodín para poder relacionarse sin margen de error con un número ingente de mujeres, fue lo que les permitió irse identificando entre ellas. Así que, a lo tonto a lo tonto, se juntaron si no me equivoco hasta ocho e incluso se reunían de vez en cuando y celebraban cenas y comidas. Y es que el enorme parecido entre sus estilos de vida, la comunión de haber pasado por una experiencia idéntica y la forma en la que la habían superado, les llevó a hacerse amiguísimas. Si en vez de ser una chispitas hubieran sido unas petardas desorejadas, con perdón, probablemente le hubieran preparado una venganza atroz y atronadora o una broma a la medida de los beneficios que él había obtenido a costa de ellas (que ese es otro tema). Y, sin embargo, ellas -quienes a su vez no podían dejar de repetir sus propios esquemas y hábitos- se reunían alegremente achispadamente y se reían de sí mismas y de todo lo que habían pasado. Como era previsible, se llaman “Las Chispitas”.

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