9.12.09

Teresa Pous y Salvador Espriu


Salvador Espriu
Teresa Pous  con Theresa Mitsopoulou

O Tejo é mais belo que o rio que corre pela minha aldeia,
Mas o Tejo não é mais belo que o rio que corre pela minha aldeia
Porque o tejo não é o rio que corre pela minha aldeia
Fernando Pessoa

No sé si estamos en el mejor de los mundos posibles como decía Leibniz, o en el peor como dijo Voltaire. Tampoco sé si la época que me ha tocado vivir es la mejor posible o la peor posible. Diría lo que dijo Fernando Pessoa:  "El río Tajo es más bello que el río que correo por mi aldea, | pero el río Tajo no es más bello que el río que correo por mi aldea | porque el río Tajo no corre por mi aldea".  Por cierto, la versión cantada de Tom Jobim me desfigura un tanto lo que me sugiere Pessoa. Es diferente, muy diferente a lo que me ha ocurrido con uno de mis discos preferidos, Time out. Los royalties de interpretación de su canción más famosa, "Take five", que no me canso de oír nunca, al parecer fueron legados por su compositor, Paul Desmond,  a la Cruz Roja Americana. Es decir, al saber que esa maravillosa pieza de jazz beneficia además una causa social me parece miel sobre hojuelas. Así que como hay cosas que con el tiempo por raro que parezca son susceptibles de ser empeoradas (Pessoa) también las hay que son mejorables ("Take five") por imposible que parezca.
Servidora está muy contenta de vivir en esta época tan degradada simplemente porque si bien es cierto que la violencia, el hambre y las calamidades han existido, existen e incluso existirán siempre, Shakespeare no. Claro que me hubiera gustado vivir la Hispania romana, sobre todo la Bética, pero es algo que no descarto. No podemos descartar nada. Me viene estos días a la memoria una entrevista que tuvimos con Salvador Espriu Teresa Pous y quien ésto escribe y a la que ya hice una breve referencia en *A la flor del berro. Fue en 1984, creo, y el poeta murió en 1985. Recuerdo que nos dijo muchas cosas, y sobre todo que para mentir había que tener memoria. Nos lo dijo a cuento de nuestra insistencia con su biblioteca personal. Sus libros los tenían, dijo literalmente, “persones de la meva confiança”, y si es que los necesitaba sabía donde estaban. La razón de no conservar a su lado más que algún diccionario −que se guardó de concretar− era que durante la guerra de 1936 su familia había perdido pertenencias. Como si así renunciando a ellos nada le pudiera ser quitado.
El despacho del Paseo de Gracia donde nos recibió era desnudo y pulcro como celda  de cartujo. En un momento dado una mota de polvo brillante y errática en suspensión animó la pieza atravesando un haz de luz, pero Espriu la interceptó entre los dedos índice y pulgar, y siguió ordenadamente explicándonos sus afinidades literarias haciendo una estricta cronología de poetas occidentales. Si no hubiera enfermado nos habría recibido más veces, según nos prometió, y habría continuado no sé si con otros géneros. No puedo aventurarlo.
Todo en él era exactitud, agudeza, claridad, discreción, penetración y pulcritud: el corte y el color de su traje, la forma de sentarse y la forma de pasar por cada nombre sin desviarse con rodeos o digresiones, anécdotas innecesarias, etc. Teniendo en cuenta que nos recibió inesperadamente, de improviso, la seguridad con la que pasaba de un autor a otro no podría más que haberla dado un perfecto y reposado conocimiento de aquello de lo que estaba hablando. La sobriedad la daba el respeto, su solidez. Y todo con las solas palabras. Al leer sus obras y conocer su estilo de lenguaje es fácil hacerse cargo de todo cuanto pretendo recordar. Pienso a veces que aunque su familia no hubiera sufrido el expolio en la Guerra Civil, la relación con los libros que tuvo no habría sido muy diferente. Esta hipótesis me llevaría horas probarla y evidentemente no conseguiría llevarla a terrenos irrefutables. Tampoco busco tener la razón, más bien lo dejo ahí, en la mera impresión.
Otra cosa sería indagar qué hacía que unos libros fueran a parar a una persona de su confianza y otros fueran a parar a otra persona de su confianza. No me atreví a preguntárselo, para no abusar de su hospitalidad. Teresa y yo habíamos hecho un inventario comentado sobre la biblioteca particular de Joan Maragall. Teresa se animó a enviárselo a Espriu proponiéndole hacer algo semejante con la suya. Antes de una semana nos contestó. Me envió a mi domicilio una tarjeta felicitándonos por el estudio pero rechazando amablemente nuestra proposición por no tener biblioteca. Esto ya nos lo había advertido F.C., el jefe de Teresa, pero creímos que algún libro tendría, con lo cual la selección aún hacía mucho menos engorroso e interesante el proyecto. Como Espriu nos invitaba a recoger por su bufete de abogado la copia del estudio sobre Maragall, tuvimos la ocasión de hablar con él. Fue Teresa quien tuvo la iniciativa de pedírselo al conserje.
El conserge nos pasó a una sala que se parecía mucho a la que hay en una foto del disco de Mª del Mar Bonet con la carátula de Miró. Al poco apareció Espriu, muy serio, molesto, adusto. Cuando T. se dio cuenta de su aspereza se le inundaron los ojos de lágrimas. Teresa es así, con los  sentimientos a flor de piel.  Y sin embargo es fortísima interiormente. No tuve otro remedio que -como se dice en el  lenguaje taurino- echar yo un capote y apresurarme a decir algo y a decir que nos habíamos atrevido a molestarlo porque lo admirábamos (y lo admiramos). La reacción de los tres fue rápida y la escena se recompuso como en un caleidoscopio. Tomamos notas de cuanto dijo sobre sus gustos en poesía. Las perdí así como perdí la tarjeta. "Fons scelera", como diría un personaje Plauto. A veces creo que aún puede aparecerme entre las páginas de algún libro querido. No sé qué me pudo ocurrir. A indicación suya le telefoneamos al cabo de unos días para concertar otra entrevista, pero ya había enfermado, como llevo dicho.
Así que nos dijo que para mentir había que tener memoria. Con el tiempo esa afirmación adquirió pleno significado. Me di cuenta de que esa frase era la punta visible de otra frase mayor obviando a quien cree que mentir es solo cuestión de imaginación. Si nos deslizamos al terreno moral, quien es sorprendido en una mentira tiene que afrontar por lo menos dos “vergüenzas”: la de haber sido descubierto y la de haber mentido. También podrían acumularse las de tomar a los demás por tontos, la de tener un conocimiento del mundo insuficiente para elaborar una historia verosímil y la de tener una pésima relación con la verdad.
La imaginación suele ser una facultad que se atribuye a los escritores. Muchas veces no se les atribuye gran cosa más. La amenidad se celebra. Hay demasiadas tonterías en torno a la literatura y más ahora, gracias a la implantación de lo que llamamos literatura de consumo. Son generalmente novelas. Una lectora profesional de Planeta, que lee a gran velocidad, reveló el otro día en televisión las consignas de su editor: trasfondo histórico o exótico, familias desestructuradas y sexo. Todo sonaba terriblemente convencional y huero, y como neutralizado, como ocurre con la música en manos de un pianista mediocre cuando hace que todo parezca indistinto se trate de un fado, un bolero o el concierto para piano número 1 de Chopin.

Años después Teresa Pous Mas es una escritora consagrada, con varios libros editados, pero estoy segura de que recuerda la entrevista que en buena parte se debió a su interés pero en gran medida también a la admiración de las dos hacia el poeta. En los noventa tuve ocasión de conocer a Cela, pero decliné la oportunidad. Veraneaba en Finisterre/Fisterra aún. Cuando todavía estaba casado con su primera esposa, Rosario. Estaba yo tomando café en casa de una prima y lo ví pasar desde la ventana de la cocina. Pasado un rato le dije a María Jesús: "No sabrás a quien me pareció ver..." Y ella misma me contestó: "A Camilo José Cela". Una amiga de Mallas se ofreció a presentarme, pero como digo decliné la ocasión. Dije: "No sabría qué decirle". Sé que era un buen conversador y tengo razones para pensar que mi trato no es difícil. Era una excusa, porque la pura verdad es que no me gusta importunar a nadie. La otra razón, que no es menor, es la de que cada vez que he conocido a alguien famoso luego se ha muerto.

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