18.6.10

El fantasma del futuro (Saramago en el candelabro)


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Posiblemente dos de las tres mil frases más sonadas emitidas por TVE en el último medio siglo fueron las siguientes: “Me gustan los toreros que están en el candelabro [por candelero]” (Sofía Mazagatos) y “No he leído a Sara Mago” (Esperanza Aguirre). Yo sí que he leído a José Saramago y es prácticamente el único autor que me produce aversión. Hoy a su deceso se habla mucho de él y se le presenta como un pesimista, un “autor incómodo” y un incorformista lúcido. A mi parecer hay pesimistas positivos, optimistas negativos, la probabilística de esas dos combinaciones, y después hay aparte los nihilistas. Saramago era un nihilista con apariencia de lúcido. Lo que los buenistas llamarían “un negativo”. El espacio del malditismo y del estupendismo ya nos había dado sus mejores y hasta sus peores frutos, por lo tanto Saramago encontró el camino allanado para imponer sus razones en otro territorio poco explotado o explorado. Tonto no era, porque vivió en las Islas Canarias, en Lanzarote, cuyo clima y cuyo paisaje y en general la calidad de vida es lo más cerca que hay –para muchos de nosotros- del paraíso en la Tierra. Si el Señor en su perfecta sabiduría fuera lógico, que no lo es –por razones que no son ahora del caso- lo más seguro es que habrá enviado a José Saramago derechito al cielo, porque debe de ser el último lugar donde querría estar. Pero es algo que no se nos alcanza.
Saramago era un buen escritor mediocre pero no era un escritor bueno. Alguna vez he pensado que a Saramago le hubiera ido que ni calzado ser el fantasma del futuro aquel que se le presentaba a Ebenezer Scrooge, el avaro, en el Cuento de Navidad de Charles Dickens.  Este mundo nuestro, nos guste o no, a veces se convierte en un lugar que se presta mucho a la visceralidad, a que medren por partes iguales los buenistas y los odiadores (tales  para cuales), a que los políticos sean partidistas, a que los estadios sean campos de batalla con fobias exacerbadas y filias acaloradas, y donde la discusión es algo parecido a una masacre donde porfían los valores rotos y los juicios de intenciones. En ese caldo de cultivo prosperan personas como el glorificado Saramago, que lloró por Garzón o con Garzón, por cierto. No se le conoce ninguna otra manifestación de efusividad o aliento, además de una defensa contundente del gobierno revolucionario cubano que luego abandonó, y su perpetuo rictus de asco.
Esta necrológica mía, tan negra y tan lógica, lo siento, viene a cuento de que ya hace muchos años en los que, a pesar de cultivar el desengaño, no he dejado de cultivar también las lecturas benignas y bonancibles. Charles Dickens, Mark Twain, Stephan Zweig, Sándor Márai, Jorge Amado, Alberto Vázquez Figueroa…  La primera vez que tuve la certeza de que había libros “malos” fue al leer unas líneas de Joan Maragall, poeta vitalista, sobre este tema:
“Si esta sensación de pureza que me da el cielo y esta sensación de alma que me da el hombre, las encuentro también en el libro, diré que el libro es bueno; pero si no las encuentro, si me son enturbiadas por las terribles filas de las letras de molde, o si llego a olvidarlas y el libro me deja descontento de la vida y agitándome en el vacío de su negación, entonces diré que el libro es malo” ) “Un libro ideal” (Obres completes, II, pág. 207)
Esta segregación con el tiempo me ha resultado de gran utilidad para discriminar de un golpe de vista qué libros no son adecuados para la biblioteca para pacientes que ofrecemos en el hospital donde trabajo. Como prácticamente no leo novelas, pero casi todos los libros que conseguimos por donativo para el caso lo son, tengo que actuar con la rapidez  y la firmeza de una sexadora de pollos para descartar los libros que no son aconsejables para los enfermos que tenemos ingresados.
La contracubierta de un libro de ficción no es cualquier cosa, es parte de su… ¿envase?  Ayer cayó en mis manos una novelita de Hervé Guibert (1955-1991) titulada Al amigo que no me salvó la vida, en cuya contracubierta pude leer:
“Esta novela es la crónica de una maldición que se ha convertido en el destino de aquellos que han pasado a ser los nuevos apestados, los cuales viven de manera descarnada las trampas no sólo de su enfermedad sino también las que tienden la propia administración y la institución médica”.
Es una novela corta sobre el SIDA, enfermedad que padeció su autor y que parece ser que lo consumió puesto que murió joven y en un año en que el HIV era deletéreo. Fíjense que en esa especie de presentación que nos brinda la editorial todas las palabras –excepto las preposiciones y los artículos o poco más- todas, son terribles: maldición, destino, apestados, descarnada, trampas, enfermedad, administración, institución médica. Se comprenderá que un libro así no lo puedo procesar al objeto que llegue a la cama de un señor o de una señora que estén ingresados o en un estado delicado, lábil. Y más teniendo en cuenta que nuestros escasos pacientes psiquiátricos leen mucho.
Vean otra contracubierta disuasoria para mis escrutinios: “Ésta es una novela acerca del desaliento acerca de todo lo que uno tiene que hacer aunque no quiera y de lo raras que son las cosas algunas veces. Cuenta en primera persona la vida de un tipo que se extraña, que se cansa y que no avanza. Un libro sencillo y directo sobre un punto de vista y un montón de cansancio”.
A diferencia del escrutinio que hicieron el cura y el barbero en la biblioteca de Don Quijote, en el mío no echo las novelas que descarto por la ventana, sino que uso el recipiente para el reciclaje del papel, no sin advertir el escándalo de algún lector de sala que está aquejado de ese fetichismo residual que aún persiste en nuestra sociedad a pesar de la cantidad de basura que se publica. El fetichismo es a la literatura lo que la superstición a la fe.
Recientemente, hace diez días,  llegó un contingente de libros nuevos y descubrí tres de Saramago, entre ellos Caín. Esos tres libros se los di a la jefa de las voluntarias, una mujer profundamente religiosa. Le dije: “Estos habría que retirarlos, son de un nihilista”. “¿Qué es un nihilista?”, me preguntó. Le respondí: “Peor que un ateo, peor incluso que un apóstata o un exfumador”. No sé qué hizo con los libros, pero confieso que experimenté un gusto que no podría representar con palabras. Debo decir en mi favor que en mi biblioteca personal anda el Memorial del convento o por lo menos andaba si no lo sacrifiqué por cuestiones de espacio en una de las expurgaciones que realizo de tanto en vez.
Como se suele decir, que encuentre Saramago tanta paz como la que deja.


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