12.5.08

Dichosos los ojos

as críticas desfavorables a la última película de Isabel Coixet (Elegy, 2008) no sé si han reparado también en la abrumadora abundancia de primerísimos primeros planos, en la torpeza del guiño a Goya y en el abuso de la música, sobre todo tratándose de Arvo Pärt y Erik Satie. Me gustó Things I never told you. No he podido quitarme de mi cabeza la enorme cabeza rapada de Ben Kingsley (nombre artístico del actor angloindio llamado Krishna Bhanji) que ocupaba tres cuartas partes de la pantalla de Elegy y tres cuartas partes de todo el celuloide. Aún me dura el mareo. Hay que decir que si bien el guion de Isabel Coixet nos excusa benévolamente de las felaciones del relato original de Philip Roth, no nos evita un uso pobre y socorrido de las gnosianas imperdonable. Creo que de todos los cánceres posibles el peor no es el del tabaquismo o el de los inocentes o el de algún lugar del cuello, sino los que suelen padecer las actrices de Isabel Coixet. Le llegué a tomar una cierta aprensión a Verdi porque en sus óperas siempre tiene que llorar la protagonista femenina, como cima de un clímax mórbido con el que no puedo simpatizar ni empatizar ni nada. Incluso había en algún acto un barítono o un bajo que animaban el llanto de la soprano ("Piange, piange") como para expiar no sé que terribles errores u horrores o regodearse en todos ellos. 
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El cine nos ha acostumbrado a reconocer algo que los expertos en lenguaje no verbal tipificaron en cuatro clases: la distancia que se produce entre el que habla y un auditorio grande, la distancia entre los miembros de un grupo social más pequeño y cohesionado, la que hay entre dos personas que guardan un trato cortés pero que se relacionan estrictamente a un metro de distancia, y la distancia inferior a 30 centímetros que existe entre dos personas que se tratan íntimamente. No es que quiera proponer ni mucho menos aplicar esta clasificación a todo relato. Pero sí afirmo que un relato literario o cinematográfico en que todas los personajes se vieran a 60 metros de distancia o todos a 6 centímetros, sería pesado de sobrellevar. Al menos a mí me lo parece. Y quiero hacer constar que tales aberraciones ópticas ocurren más de lo que se pudiera esperar. El escenario teatral salva sus limitaciones de campo visual por medio de las agrupaciones de las figuras. Se reunen, se dispersan, etcétera. El cine puede recurrir a muchos más recursos, desde la panorámica hasta el plano picado de un detalle. Visconti, que era un escenógrafo además de director de cine, dejó unos fotogramas que ilustran muy bien los diferentes planos, además de la batalla de pictografía, el gran baile y el escote. La suite para violonchelo de Bach que encabeza los primeros fotogramas de La caduta degli dei (que no hay que confundir con El crepúsculo de los dioses, de B. Wilder, excelente también) nos imponen la presencia inusitada de la cámara. El obstinato coincide con el paseo de la cámara del cineasta planeando sobre la sala en que se inicia la primera escena. Visconti no desechó el fru-fru de los vestidos decimononos y sin embargo el afeitado de Burt Lancaster en Il gattopardo no precisó del primerísimo primer plano.
De Orlando (Sally Potter, 1992) me gustaron mucho dos cosas. Una fue la recreación de uno de los fragmentos más inolvidables de la novela homónima, de Virginia Woolf:
"La Gran Helada fue, los historiadores lo dicen, la más severa que ha afligido estas islas. Los pájaros se helaban en el aire y se venían al suelo como una piedra. En Norwich una aldeana rozagante quiso cruzar la calle y, al azotarla el viento helado en la esquina, varios testigos presenciales vieron que se hizo polvo y fue aventada sobre los techos. [...]
Cerca el Puente de Londres, donde el río estaba helado hasta unas veinte brazas de profundidad, se veía claramente un bote en el fondo, donde había naufragado el último otoño, cargado de manzanas. La vieja del bote, que traía su fruta al mercado de la ribera de Surrey, estaba sentada entre su guardainfante y sus chales con la falda llena de manzanas, como si fuera a atender a un cliente, aunque cierto tinte azulado de los labios insinuaba la verdad".
La segunda cosa que me gustó fue cada vez que Tilda Swinton, la protagonista, tal vez coincidiendo con sus transformaciones sucesivas en hombre y en mujer, miraba hacia la cámara pero no a la cámara sino como si mirase a alguien, a cada uno de nosotros y no a todos. De hecho parecía que consiguiera traspasar la ficción y el tiempo y conectar con el aquí y el ahora. Creo que no hay nada igual.
La imagen del post de hoy es un fotocromo del castillo de Neuschwanstein, construido gracias a Luis II de Baviera en homenaje a Richard Wagner. Para mí es un ejemplo del hallazgo del plano perfecto. Tomado de lejos o más cerca no tiene nada que ver. Ese castillo está catalogado como folly, que es tanto como decir que no tiene valor arquitectónico funcional alguno, que es un edificio construido con el único objeto de realzar un paisaje. El castillo de Luis II inspiró el de la Bella Durmiente y el de la Cenicienta Walt Disney, que no son menos sugestivos. Aunque en general condeno los cachivaches y los objetos inútiles, aunque no llego a comprender en toda su plenitud qué aportan los castillos de arena, las figuras de hielo y las catedrales hechas con palillos planos o chapas de cerveza, reconozco que me parecen tremendamente emocionantes algunas construcciones visionarias y algunos montajes de cartón piedra. No todos. Como se dice en Galicia, "o que e tolo, e do meolo" (el que está loco lo está de raíz). A ver: a mí el castillo de Disneyland París y el lago de Winnie the Pooh me parece una gozada sólo comparable al almacén del Servicio Estación o o el de la Bauhaus (las mayores ferreterías de Barcelona). Y el castillo de Neuschwanstein así, a esa exacta distancia, me parece irresistible. Incluso me parece impresionante el Palais idéal que fue construyendo Ferdinand Cheval a finales del siglo XIX y durante 33 años con las piedras que iba recogiendo cada día durante su jornada como cartero. El palacio ideal recuerda a los templos hinduistas, abigarrado, denso, como hecho de mortero y meteoros de estrellas que están más allá de las piedras de cantería, de Neuschwanstein, de los quijarros humildes y de los cantos rodados de que hablaba León Felipe, de los materiales de Man (Manfried Grädringer), el eremita de Camelle, y de los pájaros congelados de la Woolf.

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