28.7.10

Más cerca, más lejos


“Joven decadente” (Ramon Casas, 1899)



a tuvimos ocasión por aquí de comentar algo sobre algunos artistas del Modernisme catalán. Recuerdo una referencia detenida a Raimon Casellas, el post dedicado a Joan Maragall y su biblioteca personal, uno sobre la pintora Lluïsa Vidal Puig, que había pintado muchas obras en principio atribuidas a su marido, Ramon Casas.  Me gusta el autorretrato de Lluïsa Vidal. De los pintores modernistas catalanes el que más me gusta es Isidre Nonell, sus gitanas. También Rusiñol. Y el cuadro más decadentista de Ramon Casas, con ese verde verdín y regurgitado que se pone una mala solo con mirarlo, el de la “Joven decadente”. En serio, el cuadro es una buena muestra de la pintura modernista. También es cierto que le dedicamos un post al adefesio de la Sagrada Familia hace ya de esto dos veranos, y es que los temas desagradables hay que tratarlos cuanto antes mejor.
Cuesta creer que hace unos años los turistas que se arrimaban a Barcelona visitaban la estatua de Colón, el Barrio Gótico, las fuentes luminosas de Montjuïch, el Tibidabo y poco más. Pero es así y lo prometo por la salud de mi canario. El reconocimiento  y explotación del Modernismo no lo podemos situar antes de los años 80, y ahora arrastra hordas de visitantes que admiran sobre todo los edificios, numerosos, que hay en la ciudad.
Los edificios modernistas son los testigos y la prueba de una época con un tejido social y económico vigorosos, expansivos; también del tirón de París. Del Modernismo nos gusta que aunó la técnica, el arte y la artesanía y afectó a las llamadas artes tipográficas, a la orfebrería, a las artes decorativas  y a oficios relativos a materiales no duraderos  (como la madera, el papel y el vidrio). No se puede olvidar que también hubieron  numerosos compositores e intérpretes como nunca se ha vuelto ha dar. Todas las razones del Modernismo se vieron, en mi opinión, refrendadas por la reacción del movimiento que le sucedió, más sosegado y clasicista, el Noucentisme. Y es que es verdad que por admirables que nos parezcan las formas voluptuosas modernistas y la indagación en la espiral y en las enseñanzas de la naturaleza, es bien verdad que los sentidos se cansan. La sensualidad tiene su momento de exaltación y su momento de hartazgo. Hasta la tierra, cuando llueve mucho o mal, llega a ese punto que aquí llamamos de marciment (“de marchitamiento”), en que no es capaz de tragar ni dragar ni una gota más y se forma un charco atascado.
Hay que reconocer, sin embargo, que gracias a los numerosos edificios que hay por Barcelona, la mirada puede recrearse. Y el cielo de Barcelona se recorta y lucen más los atardeceres amontillados y las mañanitas de abril, “que son buenas para dormir”, gracias a que los pináculos y los tejados forman algo más que un skyline en la distancia corta, no como el que se ve en los últimos años desde el mar, abierto a la fotogenia panorámica.
El título del post es un recuerdo de “Tan lejos, tan cerca” (Win Wenders, 1993),  la secuela de “El cielo sobre Berlín” o “Wings of desire” (1987). Berlín es hoy arquitectónicamente hablando la ciudad más vanguardista de Europa.


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