9.6.10

Primos hermanos


José Domínguez Domínguez, principios del siglo XX, en N.Y.
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A mis primos hermanos por parte de padre: Maria Raquel (Barcelona), José Francisco (¿Barcelona?), Ricardo (Barcelona), José Luis (Segovia), Rosa (Madrid) y José Antonio (São Paulo).


s primos hermanos expresión que me gusta, como sombrero, que tiene que ver con “hacer sombra” o pulsera, “que está en el pulso de la muñeca”, porque son palabras de verdad, palabras que apuntan a otras palabras.  Lo demás son nombres, metáforas y el lenguaje políticamente correcto o convencionalismos en general. Las parodias son plagios.
J.D.D., mi abuelo, cuando iba y venía de Nueva York, fue haciendo lo propio para ayudar a traer a este asco de mundo 6 hijos: Mercedes, Consuelo (Lito), Nieves, Josefa (Fina), María (Maruxa), Raquel y mi padre, José, al que sus hermanas  le llamaron siempre “Jolín” es de suponer que porque era el objeto de sus bromas y siempre le arrancaban entre signos de admiración tamaña palabra hasta quedársele de mote. La otra hermana que se ganó con creces el suyo fue la mayor, Mercedes, a quien mi padre le puso “Mandungona“, que es la fusión nuclear de albóndiga en catalán (mandonguilla) y mandona. Mi padre intentó en nuestros primeros meses de vida de mi hermano y mía inculcarnos el trato con él de usted, pero sólo consiguió lo que era peor, que le llamáramos Pepe. Un incomprendido. El mal genio de los Domínguez es cosa, como bien dice la palabra, de genética pura. De hecho, a eso de los tres años o  poco  menos se manifiesta ya rematadamente.  Y, de hecho, si  un vástago de los Domínguez  supera esa tierna etapa sin haber dado muestras de una explosión emocional impetuosa tremenda pero sin deflagración, es que no tiene el gen. Pero no hace falta decir que tiene un carácter dominante y tiende a prevalecer sobre toda la artillería y la ingeniería y la albañilería genéticas, por donosa que sea. Otros rasgos del gen Domínguez son la siesta insoslayable, la elegancia natural, la prosopopeya, llevar mal la privación de libertad, el cálculo matemático y un brillo burlón de picardía en la mirada. Eso cuando miran, cuando no miran su mirada se abruma de desamparo.
Mi abuelo murió precisamente cuando yo tenía, eso, 3 años. Meses antes lo ingresaron engañado en la Clínica Quirón. Era un sábado y había partido. Así que en cuanto pasaron a rasurarlo para proceder a practicarle alguna barrabasada en la próstata, se puso como un basilisco y ya les diré en otro momento lo que les llamó a las auxiliares clínicas y a las enfermeras. Me imagino que le fastidió tanto que le hubieran engañado como que le malograran su tarde futbolera como que le manipularan su cuerpo. Y la juntanza. Me acordé de él el año pasado, cuando me operaron y me tuvieron en reanimación más tiempo del que me habían dicho y todo porque servidora no puede orinar acostada. Al final, después de bregar durante una hora con la estúpida cuña,  se me inflaron las narices y no les llamé a aquellas tontas lo que les llamó mi abuelo a las suyas pero les dije: “O me lleváis a mi habitación para hacer pipi o me voy. Vale ya”. Me llevaron. Y es que a lo mejor no montaré los  pollos que organizaba mi padre y el suyo de la nada, pero la descarga de autoridad es idéntica e impone un cierto temor sin lugar a dudas.
Dice mi madre que es una lástima que no haya ningún Domínguez auténtico para que vea lo mucho que me parezco a ellos y cada vez más. Es una manera de decirlo, porque verdaderamente no se pierden nada. Si el abuelismo que se invoca úlltimamente con el guerracivilismo respectivo me parece más que latoso además de dudoso, no es menos cierto que el culto a los parecidos familiares me aburre hasta el hartazgo. Mi prima mayor, que ya es abuela, ha tenido una nieta que ya sacó el genio cuando empezaba a hablar, y eso sin haber bebido de los purísimos manantiales de nuestras conductas más o menos dulcificadas por el sentido del ridículo o corregidas -muy poco, la verdad- por la vida.
Ya hace ni se sabe que no leo novelas, pero recuerdo con gusto la novelas de Thomas Mann, y las novelas de José Lezama o Gabriel García Márquez, sobre las sagas en que se iban perpetuando dos o tres caracteres. El temperamento es algo que se ve incluso antes de que veamos en la lejanía la cara de una persona, de la misma manera que vemos un autobús antes que su número.


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