31.12.10

Yamakazi

Friendship is like whisky, the older, the better

veces algunas veces me gusta tomar un vasito de güisqui. Ya dejé dicha mi predilección por el Lagavulin de 16 años. Pero esta semana me he regalado una botella de Yamazaki de 12. El día que probé por primera vez el Lagavulin, a partir de ese día, cualquier otra bebida me parece Mistol. Aunque también he dicho por aquí que me gusta el Verdejo o vino de Rueda, también es verdad que se ha duplicado desde entonces su precio y que el vino en general me cae bastante mal y cualquier caldo se acaba convirtiendo en agua agria de olivas  con gusto de lata de maíz cuando pasa un día en mi estómago. La bebida, como la amistad y como la lectura, tiene varios momentos. La entrada del Yamazaki tiene turgencias de melocotón y miel, pero como ahora le añaden el olor del melocotón a casi todo, desde el champú anticaspa hasta al Wipp Express, lo que unos considerarán un valor seguro para mí es decepcionante porque en vez de ser evocador me resulta demasiado evidente. Tiene el Lagavulin una entrada en que el toque de miel es no ya un recuerdo sino la nostalgia de ese recuerdo, que corregido por el aroma de ahumado es más que sugerente. Ambos güisquis han obtenido premios abrumadoramente incuestionables, cosa que es tanto un reto para los escoceses como para los japoneses.

"El alambique veloz", con Lucas el Granjero y el Oso Miedoso
Aunque yo no sea una experta en bebidas alcohólicas tampoco, me permito seguir con el tema puesto que lo que propongo es precisamente eso, siempre ir profundizando en la ignorancia (en la mía y en la general). El segundo momento del Yamakazi es más que impetuoso, adjetivo que le cuadra mejor al escocés, que además es envolvente y cálido. El Yamakazi resiste en la boca un momento largo y como un peta-zeta se va multiplicando cocodrílicamente.  Insisto en que resiste en la boca porque no es nada fácil, me figuro, que se mantenga en esa fosa sin ascender por otras, como mal comparado le pasa al wasabi, ese picante verde guisante que echan en el sushi y que servidora ha comido de una vez tres veces porque dos veces olvidé lo que era. Ahora ya me acuerdo. El wasabi se abre camino hasta el cerebro como un regüeldo urgente de ácido sulfúrico pero, por suerte, aguanta poco, el tiempo de recuperar el resuello sin llorar. El Yamakazi, digo, se queda en la boca pero hace como por escapar,  aunque lo haga de una manera pirotécnica como las palmeras levantinas. El tercer y cuarto momentos son más sosegados, pero extrañamente -a diferencia del Lagavulin- toda esa fuerza la pierde cuando se evapora. Es decir, yo suelo dejar el vasito donde he tomado Lagavulin que trasnoche con algunas gotitas que agonizan hasta que por la mañana le echo agua del jarro y ahí se vivifica el carácter de la malta. Una cantidad nimia de whisky consigue rehacerse ahogada en tamaña cantidad de agua y ahí están todos: el humo, la miel, el cereal, la puesta de sol, los amigos viejos y la nostalgia. El Yamakazi más bien trasuda.

Todo esto es fácil de explicar al lado de lo que sería referirse a la añoranza por los amigos. Yo sé que si una velada fría de estas que están por venir  cuando empiece el año, tomo mi segunda copa de whisky japonés (teniendo en cuenta que la segunda suele ser mejor que la primera), descubriré nuevas cualidades. Y así también ocurre con las personas a las que acabamos de conocer, donde la primera impresión es tan poderosa y hay que cuidar, pero cuya segunda impresión es valiosa y también interesante.
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"To the dancers on the ice" (Le marche de l'empereur), Emilie Simon

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