24.2.11

En la oscuridad

A Ascenció Zubiri
En la casa se defienden
de las estrellas.
La noche se derrumba.
Dentro hay una niña muerta
con una rosa encarnada
oculta en la cabellera.
Seis ruiseñores la lloran
en la reja.

Las gentes van suspirando
con las guitarras abiertas.

F. García Lorca, "Barrio de Córdoba (Tópico nocturno)",
Poema del cante jondo
*
s lo que tiene la experiencia, que se puede trasmitir pero de aquella manera. Por lo general de lo que aquí hablo es de mis experiencias, las orquestales con la oscuridad, y remito a aquel grupo de los ochenta, Orchestral Manoeuvres in the Dark, y los experimentos con mi ignorancia. Precisamente hoy, que quería hablar de la música y del sonido, me he acordado del hilo musical que soporté durante cosa de tres años en una de las travesías de mi vida laboral. No sé por qué perversísima tecnología un día un compañero nos puso por cerca de dos horas un disco de los Pitufos (makineros o navideños o los dos) y  me dejó en un estado de depresión y mal humor del que me costó salir. El rock sinfónico también lo tuve que soportar durante otra travesía, pero para entonces me había hecho con unos auriculares y contrarrestaba los efectos que tenía sobre mi alma una música tan horrísona para mí con mi propia música. Así que diré de entrada que reconozco que la música que sí estoy dispuesta a escuchar puede resultar intolerable a otras personas y así por el estilo, como pasa con casi todo, sobre todo lo que entra por los sentidos, como es el olor, el hedor, el ruído.

Decía una conocida mía que cuando alguien apela a su experiencia para defender una postura habría que pensar que las experiencias pueden estar equivocadas y eso es una gran verdad. Sin embargo si lo tenemos en cuenta con no menos verdadera modestia, podremos seguir adelante y afrontar a los escépticos, sobre todo los que no dan palo al agua, que son los más cerriles y porfiadores. También decía otra conocida mía que el que no trabaja ese seguro que no se equivoca y tenía más razón que una santa.  Tanta, que me dan ganas de echar marcha atrás y cambiar la cita cefálica por las de mis dos amigas. No obstante, como siempre, seguiré adelante. La experiencia que yo tuve con el poema de Federico García Lorca, que no es al caso, hace que esos versos no tengan el mismo significado que pueden tener para otras personas. Eso ocurre también con los bolígrafos BIC porque el día que se murió mi padre tuve que pedir a pie de un teléfono público a alguien que pasaba por allí un bolígrafo y me dejaron un bolígrafo BIC con el que anoté el número de teléfono con el que empecé a hacer las gestiones propias del deceso.

De mi relación con la música podría hablar tanto que aburriría a las ovejas. Así que solo me referiré, si es que aún queda alguien por aquí, a tres experiencias. La primera fue un verano, después de mucho escuchar la Grosse Messe en Do m (K 427) de W. A. Mozart. En particular el Kyrie y el solo de la soprano. Un domingo muy temprano se puso a cantar un canario (no el mío, que estaba en casa de mis padres) en el patio interior del bloque y, no me pregunten cómo, su canto dio perfectamente la medida del espacio que ocupaba. De tal manera que lo sentí en las paredes de mi corazón, como si el corazón pudiera sentir, y fui totalmente consciente del material de que estamos hechos. El día antes yo me había preguntado cómo es que Mozart había hecho una obra tan grande por algo tan pequeño como era por su boda con la que fue su esposa, Constanze. Son esas tonterías que se piensan y apenas se llega a formular ya vemos su inconsistencia, lo poco que puede permanecer siquiera en el aire y ya no digamos en un pedazo de papel. Aquel pájaro me dio la medida exacta de la grandeza de la música, de su propio canto y de mi corazón que a poco más se rompe.


La segunda experiencia a la que me quería referir, de entre tantas, es la de la música callada. La "música callada" y la "soledad sonora" a que se refirió Juan de la Cruz. De la misma manera que comprendo que en los sectores extrauniversitarios se conozca mejor la poesía pornográfica andropáusica de Leonard Cohen que el Cántico espiritual, también admito que a alguien le pueda dejar como si tal cosa la obra de uno de los cinco mejores autores de la literatura de todos los tiempos. Para los gustos, los colores. El caso y a lo que iba es que durante una tarde estuve leyendo por enésima vez el poema de Juan de la Cruz. Ni siquiera lo leí de viva voz, sino en la letra muerta, pero al salir de la lectura, cuando cogí mi guitarra, la encontré en un tono tan tan tan bajo... Es decir, dentro de lo que me permiten mis escasos conocimientos generales (esto es, de todo), creo que la lectura de la poesía de Juan de la Cruz me situó como tres octavas por encima de mi tono natural y eso no lo hubiera sabido de no ser porque al tañir el instrumento musical lo encontré a años luz de toda la claridad que arrojan las palabras del castellano. Por lo tanto la música, o el sonido, ejercen una influencia tangible sobre nuestro estado de ánimo y nuestra índole. Y por lo tanto, tal y como predice la musicoterapia moderna y  hace siglos que se sabe en China e India, el sonido a través de sus vibraciones es capaz de alterar las condiciones orgánicas y hacerlo segregadamente y no de una manera difusa y con chantillí esotérico evanescente.

La tercera experiencia fue con mi profesor de guitarra, Fernando Rodríguez, mientras afinaba su guitarra frente a la mía. Una de las cuerdas de mi instrumento vibró visiblemente. Le dije: "Mira, ¿viste?". A lo que me contestó: "Sí, es por simpatía". Esa prueba de que el sonido o su vibración es capaz de propagarse y despertar por simpatía sus propiedades en un cuerpo aparentemente inerte, fue para mí un "antes y después". A partir de ahí comprendí la razón por la que hay tantísima música que sea porque tiene el tono ochenta octavas más abajo que el "Cántico espiritual", sea porque tiene una melodía pobre, sea porque no tiene resonancia, simplemente no me gusta y hasta me desagrada. Me molesta, me enturbia. Y como dijera Lope de Vega, "quien lo probó lo sabe". Es decir, que la música electrificada me dice bastante poco porque no está en mi espectro o umbral vibracional. La mayor parte de la música pop del norte de Europa me parece bárbara, en el sentido que tenía la palabra en la época de las invasiones. Mis oídos se han maleducado o atrofiado con la música clásica del Barroco, Renacimiento y el Clasicismo. Mi ritmo lo ha pervertido el flamenco. Y mi paladar lo alteró irreversiblemente, como pasa con el buen vino, el fado, la copla, la morna, la milonga y todos los hermanos del bolero. Después de oír los blues cantados por los negros ciegos y los negros videntes, sus imitadores me conducen a la desazón y no a la propia del palo, que es oro fino, sino a la que provocan las copias deslucidas que perdieron por el camino la fuerza que tiene hasta la yerba cuando crece.

Yendo de una cosa a la otra, no hay más remedio que referirse -ya que hablamos de la yerba- al bluegrass, la música country de la América profunda (no el engendro horteril que se baila ahora). Tal vez una de las escenas musicales que más se han visto es la de la célebre escena de la película "Deliverance" (John Boorman, 1972), cuando hay un duelo de banjos y un adolescente disminuido psíquico acepta el reto musical de un vaquero y tocan la pieza de Arthur "Guitar Boogie" Smith. El pellizco del minuto 2:36 no tiene precio, y todos los que amamos la música y el silencio sabemos que llega cuando llega. Igual es lo único que sabía tocar el chiquillo (*) pero, válgame Dios y el coro de ángeles, arcángeles y serafines, a poco más se sale.

Dicen que una vez en un recital de Rocío Jurado alguien gritó "¡Un mojón para la Streissand!". Las comparaciones, como se suele decir, bla bla bla bla bla bla, pero ahí va: ¡Y otro para Mano Lenta!

Duelo de banjos en "Deliverance" (John Boorman, 1972)

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(*) "Existe un bulo que circula por internet sobre la escena del duelo de banjos. Según dicen la escena no estaba preparada y en realidad el niño era el hijo autista de la gasolinera donde el equipo paró a repostar. Uno de los actores tocó su guitarra y el niño se puso a contestarle mientras su padre bailaba. Según el bulo, todo es fruto de una casualidad magnífica y del acierto del director en grabar y editar aquella "improvisada" escena. El niño actor, al que un doble banjista doblaba en los planos cortos, tenía entonces 16 años y se llama Billy Redden". (Wikipedia)

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