2.7.13

Hacer del sayo una capa

ien está admitir que todo el mundo puede hacer de su capa un sayo y del sayo una capa según le de. En México tienen un modismo equivalente al nuestro (al de "hacer de su capa un sayo"), que es que "cada quien puede hacer de su culo un papalote", donde papalote es "cometa", aunque en otros contextos sirve como "mariposa" y es voz patrimonial de náuhatl. De ahí la foto de hoy.
Cada día voy leyendo un cuento de mi antología de relatos de autores norteamericanos, entre los cuales sin embargo no hay ningún mexicano, cosa que me hace deducir que el título emplea metonímicamente -el todo por la parte- lo de norteamericanos, cuando en realidad se refiere a los estadounidenses. Hoy leí un cuento de Edith Wharton titulado "Fiebre romana". Para no ser injusta en mi valoración tendría que volverlo a leer no como lo hice esta mañana, habida cuenta de que tenía no una reforma en el piso de los vecinos de rellano, sino dos reformas: la dicha y otra en el bloque de al lado pero a la altura de mi piso. Están derribando paredes y hasta se oía ruido como de fractura de cristales. Pero no me quejo porque aún podría ser peor; aún podría haber otra reforma de esas que pretenden convertir uno de nuestros apartamentos setenteros en un loft zen con pantalla de plasma gigante, cambiar la diefembaquia o el Plectranthus australis (planta del dinero) por bambúes, y cualquier cosa.
En "Fiebre romana" dos señoras maduras recientemente enviudadas que acompañan a sus hijas en su estancia en Roma recuerdan un momento equivalente de su juventud, en que pasan una temporada en la ciudad con sus respectivas madres. La cuestión es que una de ellas le confiesa a la otra que en aquel entonces una nota que había recibido de su propio novio se la había inventado ella misma por pura crueldad, para establecer una cita falsa y desencadenar un chasco. El cuento se concluye cuando la engañada admite haber roto aquella nota pero haberla contestado y haber acudido a la cita tanto como el que acabó siendo el marido de la engañadora, de quien mira por donde había tenido su hija, cosa que queda impregnando el ambiente del final del cuento como un triunfo o desplante.
Este armazón argumental -sin negarle sus efectos narrativos- me recordó a aquella trama que se propone en Café de artistas y otros papeles volanderos, de Camilo José Cela:
"Y si usted quiere que le encargue una novela, ya sabe: planteamiento, nudo y desenlace. Verbigratia: una joven huérfana trabaja como una negra para poder sacar adelante a sus once hermanitos, que también son huérfanos y están algo delicados. Para darles mayores visos de realidad, podemos decir que trabaja en el Instituto Nacional de Previsión, en la sección de seguros para Madres Lactantes. Bueno. La joven, que se llama, por ejemplo. Esmeralda de Valle-Florido, o Graciella de Prado-Tierno, o algún otro nombre cualquiera, el caso es que sea bello y simbólico, conoce un día, en una cafetería americana, ¡hay que ser modernos!, a un joven apuesto de mirar profundo, que se llama, por ejemplo, Carlos o Alberto. No se le ocurra ponerle Estanislao; comprenda que no hace bien.
-Claro; sí, señor.
-Pues eso. ¡Ya casi tenemos el planteamiento! Carlos, que es muy desgraciado, corteja a Esmeralda, que tampoco es feliz, pero Esmeralda le pone  una condición: "¡Carlos!" "Dime, amor." "¡Quítate del vermú!" Carlos se aparta de la bebida y la joven pareja pasa por momentos muy dichosos. ¿Eh, qué tal?
Cirilo estaba entusiasmado.
-¡Extraordinario!
El editor sonrió, satisfecho.
-Pues nada, ¡para que vea mi afán de colaboración!, si le gusta ¡se lo regalo!
-Gracias, don Serafín, muchas gracias. ¡Nunca podré agradecerle bastante todo lo que usted hace por mí!
Don Serafín se esponjó.
-¡No hay que darlas! Bueno, vamos ahora al nudo. Esmeralda, rebosante de dicha, esperó a que su prometido cumpliera años y le regaló un parchís. Carlos, al desempaquetar el parchís, no pudo disimular un hondo gesto de contrariedad. ¿Qué sucedía? ¿Por qué no le había agradado el presente de su amada? ¿Qué misterio encerraba el parchís? ¡Ah! ¡Ahí, precisamente, ahí, estaba el misterio! ¿Le gusta a usted cómo va el argumento?
-¡Un horror! Siga usted.
-Pues ya tenemos el nudo. Pasemos ahora al tercero de los elementos tradicionales, clásicos, esenciales: el desenlace. Todo gira alrededor del parchís. ¿Estaba envenenado el parchís? Traía a su mente recuerdos de su mala vida pasada, que hubiera preferido alejar de sí como una horrorífica visión? ¡Ah! Lo que sucedía qera que Carlos, al ver cómo Esmeralda desenvolvía el parchís, se percato de que era cierto y bien cierto lo que siempre había temido: que ambos eran hermanos de padre."
Verdaderamente hay novelas y guiones que ni siquiera resistirían las pruebas de consistencia que sí resistiría la propuesta de Cela. Me estoy acordando de un episodio de una de esas series televisivas de criminalística, en que se acaba descubriendo que la viejecita había sido asesinada por los niños de los vecinos porque no les había dejado jugar con su gato, razón por la cual la más pequeña le había hendido un bolígrafo en el corazón. Hay maestros del suspense que pueden llevar un móvil tan simple a extremos de complicación inauditos, todo por introducir pistas falsas y, como se suele decir, marear la perdiz.
Otros escritores se empeñan en conducirse por una tesis y le defienden acudiendo a un planteamiento, nudo y desenlace cargado de razón y símbolos tomados del acervo de Oriente y Occidente. Algo así como los cuentos ejemplares de Jorge Bucay más o menos vestidos con otras historias y adornos, sin olvidar el leitmotiv, que no perdamos de vista que sirve para que el lector más despistado pueda seguir el hilo y reír las gracias, si las hay, del texto.
Yo contrapondría al leitmotiv algo que se les escapa sin quererlo a muchos autores. Ya en mi infancia, cuando leía los cuentos de Enid Blyton, no lo hacía sin pillarme unas galletas María y un pedazo de queso porque a cada capítulo los personajes echaban mano de ese tipo de alimentos y otros, enlatados, que quedaban fuera de mis posibilidades pero que me abrían el apetito. En algunas novelas de Francisco Umbral tenemos más o menos cada 700 palabras un combinado de ginebra o vodka, no recuerdo, y en las de Cortázar el mate o los cigarrillos. Estas recurrencias, se adviertan o no, acaban por cansar, a no ser que se les saque otro partido que el de la mera pulsión que viene siendo -poco más o menos- que la de los ratones que dan vueltas inacabablemente en las ruedas de sus jaulas. Hoy en día el cuento de la Wharton acabaría en el forense, con una investigación del ADN en toda la regla.

Fotografía: Ricard Terré

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