18.2.15

Los dos horizontes

Las cinco manchas blancas que se advierten en el cielo de la foto (ángulo superior derecho) no son platillos volantes. Y la fotografía no está tomada con un drone sino desde la novena planta de El Corte Inglés de Plaza de Cataluña, con móvil. Esas cinco manchas blancas son el reflejo de las luces que hay en la cafetería en el vidrio que rodea la vista.
La mejor vista de Barcelona no es ésta, aunque alcanza desde Monjuïc hasta prácticamente más allá de la Sagrada Familia. Tampoco es la vista desde el Tibidabo, aunque si hace un día claro -que en mi ciudad quiere decir ventoso- desde la Torre Collserola se pueden llegar a ver hasta las Baleares. Tal vez la mejor vista sería la que hay desde el MNAC o Palacio de la Reina Victoria Eugenia, que queda encarada con el Tibidabo y permite ver gran parte de Barcelona como en su extensión. Si me pusiera lírica diría "derramada", pero estoy épica más bien. Soy mucho de palomares podridos y terrados, por lo que tengo también una cierta debilidad por la vista desde la Catedral, que queda a la altura del penúltimo piso del cercano Hotel Colón si usamos el ascensor que hay cerca del altar por el lado del Evangelio, después de haber abonado la tarifa vigente. Para el profano o el gentil, el lado del Evangelio o lado desde donde se lee el Evangelio, es el que queda entrando a la izquierda (porque el de la Epístola es el que queda entrando por la puerta principal a la derecha). Lo singular o atractivo de las vistas de la Catedral es que se superponen imágenes que acostumbramos a ver como en otra dimensión. Y pensar que estamos en el puro Monte Táber, en el mismísimo centro de la urbe.
La Barcelona que se puede ver a vista de pájarodesde el cielo antes de aterrizar en El Prat, también tiene su encanto porque solo entonces el mar adquiere algo de relevancia y parece que tenemos la panorámica más equilibrada y que nos da una mejor noción del trazado urbanístico y también de las proporciones. Así es más fácil tener presente que Barcelona queda encajonada entre el puerto, los ríos Llobregat y Besós y la sierra de Collserola. La llegada en tren desde Galicia siempre me ha devuelto -tal vez a causa de una especie de jet lag, aunque sea el mínimamente causado por una hora de diferencia solar-, siempre me ha devuelto, digo, una sensación de aquello de la Barcelona industriosa. Pero también de ser una enorme instalación de algo poco sólido. Pero eso ocurre volviendo de Galicia, donde las construcciones en general son más macizas. En general. Muchas veces al regresar de Galicia la impresión era de que aquí todo se podía caer como en un castillo de naipes. Esa impresión dura poco, como la de que las tijeras de casa me parecieran de repente mucho más grandes desde que había usado las de mis abuelos, aunque solo fuera por un mes.
Desde hace unos pocos años trabajo en la planta 11 del Hospital Vall d'Hebron y tengo ante mi mesa el skyline del Tibidabo y a mis espaldas una buena vista de Barcelona que alcanza hasta Badalona pero que se ve entorpecida (con perdón) por El Carmelo y el Guinardó. Como compensación se ve la Zona Franca y hasta la Ciudad de la Justicia, tocando la Plaza Cerdà. Se ve su pedacito de puerto mercante que habitualmente solo se puede alcanzar desde Miramar y apenas. Contar con esos dos horizontes es una suerte, sobre todo si tenemos en cuenta que hay muchísima gente que trabaja sin tener siquiera una ventana. La sierra se eriza de noche y se oscurece en la hora ultravioleta bajo el último fulgor del sol, como una sombra china. A veces por el otro lado el mar y el cielo muestran colores nuevos, cada día renovando una paleta que parece infinita o cuando menos prodigiosa. Y la mirada se recrea en ese espectáculo coral y en ver como se van prendiendo las luces como áscuas. Sin embargo también me recreo en la distancia corta y en la media. Me sitúo. Escucho ahí y a lo lejos. 
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Echo de menos de mi anterior horario laboral (que era en su mayor parte matinal) que al atardecer si estaba en casa oía a los pájaros cantar bien dulcemente, como suelen hacerlo al caer el día. 
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Muchas tardes, cuando finalmente puedo regresar a casa después de muchas horas de trabajo pienso en los que se quedan en el Hospital, ingresados porque están enfermos o pendientes de diagnóstico. Y en lo importante que es la libertad. 
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El hecho de que naciera entre el Cangrejo y el León un 22 de julio, o de que viva en una calle cuyo lado par pertenece a un distrito mientras que el impar pertenece a otro, no es menos definitorio de mi condición. Pero lo que es decisivo es saber que pertenezco a la retaguardia de una generación que no sé si dejará algún rastro -ni que sea bueno- sobre la faz de la tierra. Aunque se hable más de las vanguardias que de las retaguardias, la retaguardia no requiere menos valor ni menos originalidad. 

Foto de móvil (Marta Domínguez). Passeig de Gràcia y en el horizonte el Tibidabo.

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