12.3.15

La rosa enflorece

Abril es el mes más cruel: engendra
lilas de la tierra muerta, mezcla
recuerdos y anhelos, despierta
inertes raíces con lluvias primaverales.

Thomas S. Eliot, "La tierra baldía"





Seguramente una de las películas que más me han gustado es "El tercer hombre" (Carol Reed, 1949), aunque solo la he visto una vez y en la TV. Pero el tercer hombre en el que pensaba hoy no es el que enigmáticamente aparece en el principio de la película (o de la novela, de Graham Greene), sino el de John Geiger, tomado de "La tierra baldía":
¿Quién es ese tercero que camina siempre a tu lado?
cuando cuento, sólo somos dos, tú y yo, juntos
pero cuando miro delante de mí sobre el blanco camino
siempre hay otro que marcha a tu lado
deslizándose envuelto en una capa parda, encapuchado
no sé si es un hombre o una mujer
— ¿pero quién es ése que va a tu lado?
Los versos de Eliot están inspirados en la experiencia de Sackleton y sus hombres hacia el final de la aventura del Endurance, cuando les parecía notar la presencia de un hombre que les acompañaba en su desesperado intento de intentar alcanzar un puerto ballenero en una barquita, a través de un glaciar inmenso. Eliot convirtió el "cuarto" hombre (porque fue con Sackleton y dos hombres más) en "tercer hombre", y es así como se conoce la sensación vívida que han experimentado algunas personas al límite de sus fuerzas en situaciones extremas, de que alguien les acompaña y está ahí. Tal vez el caso más conocido que analiza John Geiger es el del superviviente del atentado de las Torres Gemelas. Naturalmente al efecto se le han querido dar explicaciones desde angélicas hasta neurológicas, pero -como ha advertido un neurocientífico solvente- cualquier interpretación acabará por topar con el misterio y por vadear terrenos donde el formalismo cientificista solo demuestra un despliegue de medios ditirámbicos pero inútiles, cuando no ridículos. 
La Medicina ha explorado obviamente las cuestiones neurológicas, no las místicas. Julian Jaynes, psicólogo, triunfó con sus teorías sobre el bicameralismo en torno a los amigos invisibles de los niños, las voces que oyen los enfermos esquizofrénicos y los supervivientes de situaciones extremas que percibieron el tercer hombre. Según Jaynes en estos casos las funciones del hemisferio derecho cerebral consiguen prevalecer sobre las del izquierdo y devolvernos a un estado ancestral, cuando los humanos percibíamos de forma claramente diferente y disociada lo que procedía de un hemisferio o de otro. En la actualidad solo andaríamos unificados pero de forma imperfecta, especialmente algunas personas, ya que en un caso al límite la famosa lateralidad vuelve a manifestarse y desatarse.
Con esas ideas y las que se ilustran en el libro de Louann Brizendine sobre El cerebro femenino y las hormonas es fácil justificar los superpoderes de las madres. Hace unas semanas tuve una corta conversación con un pediatra de nuestro hospital y yo le comentaba la pena que me inspiraban los niños de corta edad enfermos, algunos de ellos incluso de nacimiento y con patologías atroces. Pero el pediatra, no sé si para consolarme, me aseguró que los niños no sufren. Sufren lo justo, lo que toca durante el proceso de sus ingresos y de la convalecencia o la muerte. En cuanto desaparece el dolor o el malestar, vuelven a ser niños, si es que en algún momento dejaron de serlo. Pero, me dijo, los que sí que se afligen muchísimo son los padres. Los padres y en especial las madres sufren lo indecible.
Y el caso es que las madres (por lo menos las clásicas, porque es cierto que alguna corre por ahí que se sale de todos los patrones), las madres mitológicas, sufren desde que sus hijos nacen hasta el final de los tiempos y más. Sufren por lo que hay, por lo que no hay, por lo que puede pasar y lo que no, por lo que no tiene remedio y por lo que lo tiene. Y ese sufrimiento parece que no tiene otra razón de ser que la de mantener la especie, pero algunas se toman lo de ser pilar biológico de una manera obcecada, incondicional y cerril. 
Anteayer prometí incorporar aquí el epitafio que más me gusta del cementerio de San Andrés. Y como me gusta cumplir mis promesas lo antes posible, aquí lo he traído hoy, con el nombre de la niña pixelado para que no pueda ser identificada: "Aquí descansa la muy apreciada jovencita Elena [...] fallecida el 4 de abril de 1954 a la edad de 9 años. Tus papas, hermanita y familiares nunca te olvidarán. E.P.D."
Ni el epitafio a la niña Erotión célebre de Marcial me parece tan rematadamente bonito como este otro de Elena, en el que el texto parece esforzarse por alcanzar la orilla de sencillez, neutralidad, eternidad y pureza que tiene que ser la infancia. Sobre la lápida hay la misma oración en alefato que se puede advertir en todas las sepulturas que por ese lado hay, pero no estoy segura que sea el Kaddish, una oración judía bellísima. El otro día era la única tumba que tenía una flor, una rosa que surgía de la tierra. Sobre la inscripción dejé suavemente una piedra de las que por allí habían, como mi propia oración y la oración por todo lo que no puede ser.
*
Incorporo también una versión de una de las más bellas canciones sefardíes, "Los bilbilicos" (Los ruiseñores), cantada por Anna Jagielska-Riveiro, sin desdoro de la de la arpista Therese Schroeder.

Tumba de Elena V.M. en el cementerio de San Andrés (Barcelona)

La mejor versión de "Los bilbilicos" (canción sefardí) 
por Anna Jagielska-Riveiro y Michał Pindakiewicz 

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