22.7.15

Ni igual ni mejor

Hace una infinidad de años, en 1988, apareció un Manual de buenas maneras de Daniel Fernández bajo el pseudónimo de Ángel Amable. Supongo que por aquella época ya había un poco de desorientación sobre cómo tenemos que comportarnos en la mesa, en los lugares públicos, en las fiestas, etcétera. No es el único libro que se ha publicado, hay muchos, aunque algunos de ellos se reparten entre la etiqueta, el protocolo y los consejos para una conducta social impecable. Y no me refiero sólo al libro de Bárbara de Senillosa ni al de Alfonso Ussía, hay por demás. Cosa que no indica otra cosa que la desorientación crece. De la misma manera que el número ingente de médicos o de enfermeras no indica que hay más salud.
Obviemos la encrucijada cultural en la que vivimos, por la cual hay que atenerse a la realidad de que los hombres paquistaníes expelen tranquilamente sus ventosidades o se tocan los pies descalzos en público, o de que los hombres chinos se suenan con las manos y jamás usan un pañuelo, o que habrá que volver a poner un letrero como aquellos de la postguerra en que se leía "Prohibido escupir en la calle". Dejando eso de lado queda todo lo demás, que no es poco, renovando y haciéndonos cuestionar los usos sociales y las costumbres familiares.
La etiqueta tiene su razón de ser y está plagada de convencionalismos que son de gran utilidad, que -como la paloma de Kant- lejos de privarnos de la libertad, nos permiten descansar en ellos y así no tener que perdernos en elucubraciones o en interpretaciones. Al saber que en una boda no es conveniente llevar un vestido negro ni blanco, eso  reduce nuestro abanico de opciones. Por lo demás es cierto que el color blanco ya he perdido su valor genuino, el de simbolizar la pureza de la novia o las novias, para marcar la diferencia con las invitadas. De blanco se visten muy determinadas personas o en muy determinadas ocasiones. Para mí es un color más pero que algunas veces me ha gustado mucho vestir. Pero lo que quería señalar es que hay mujeres que se presentan en algunas bodas como invitadas vestidas de blanco. Podrá decirse que es por befa de lo acostumbrado y por marcar también la diferencia, cualquier cosa. De hecho las bodas se han convertido en algo tan inextricable desde el punto de vista de la etiqueta y del decoro, también desde el punto de vista de la reorganizació social, que nos podemos encontrar con cualquier uso y que este adquiera cualquier significado, incluso el opuesto al evidente. Es como un terreno minado.
Por elegir un territorio más fácil o no tan expuesto a los compromisos adquiridos, la ostentación y el superávit, pretendo meterme de lleno en el tema que apuntó lúcidamente ya hace años Elvira Lindo, en su artículo de "El País" titulado "No me quieras tanto", que en el día de hoy había sido compartido casi 20.000 veces por Facebook. Eso nos da la medida de que no ha sido una publicación viral pero tampoco ha pasado sin pena ni gloria. Que interesa a unos cuantos.
Me apoyo en ese artículo para salvar todo un párrafo sobre el atolondramiento que hay con tanta red social y tantos sistemas de comunicarnos sin que por ello mejore la comunicación. Ya tuve un vislumbre de lo que podía llegar a ser un móvil hace unos 8 años, cuando quedamos un amigo mío y yo en una hora flotante. Esto es, yo me tenía que desplazar hasta el Museu Nacional d'Art de Catalunya, que por transporte público me exige cosa de una hora y cuarto (yendo bien) en la mañana de un día de entresemana de primavera pero sin que pudiera determinar más o menos el momento en que nos teníamos que encontrar en la puerta. Hará falta decir que un día caluroso acercarse desde el metro de Plaza España hasta la puerta del MNAC lleva cosa de media hora, porque hay que superar una recta muy larga más varios tramos de escaleras. Mi amigo podía quedar conmigo a golpe de móvil, diez minutos antes, porque solo se mueve en coche. Yo no. Admitiendo que el problema podría ser más yo que no él, seguramente esa traba podría ser desalentadora para cualquier encuentro. O eso o prestarse a esperar el tiempo que fuera preciso a cada cita. Debo decir que no me importa esperar -si es necesario- porque siempre tengo cosas que hacer. Aunque sea leer o simplemente ver pasar la gente. Pero hay veces que nos interesa aprovechar el tiempo de otra manera y no someternos a los movimientos de los demás. Creo que me explico.
Hace poco por uno de esos solapamientos de mensajes tan frecuentes en el whatsapp se presentó a nuestra cita una amiga con su bicicleta, casco y demás, cuando yo en algún momento de la retahíla de mensajes le había dicho que hace tiempo que no tengo bicicleta ni tampoco el carnet de Bicing.
Esos escollos hacen reír comparado con lo que se ha venido sucediendo en los últimos tiempos en mi agenda. Si bien es verdad que mi vida laboral no se engrana bien con los horarios más generalizados, también lo es que siempre me adapto y, por decirlo claramente, me sacrifico. Pero en los últimos años me he dado cuenta de que cada vez me costaba quedar más con la gente (me refiero a más de 15 mensajes por ocasión). A veces por tener que recordar mi horario, otras porque hay personas que verdaderamente tienen una vida complicada, otras porque son personas indecisas o pusilánimes. Incluso cuando se salvan esos escollos me he encontrado que todo había sido para nada porque unas horas antes de la cita se desdecían con excusas que verdaderamente mortificarían la autoestima más elevada.
Creo haber ya dicho alguna vez, no sé aquí, que hasta el Ángel Amable no le dedicaría ni un solo capítulo de su libro a explicar que cuando alguien rompe una cita tiene que apresurarse a mejorarla. Como dice el Fumi de Morata de Tajuña, "si yo no digo que me lo mejores, iguálamelo". Y muchas veces, aunque sea con la boca pequeña, se puede proponer incorporar a la persona que dejamos "colgada" que venga a la fiesta que nos ha surgido, etcétera. Es todo tan elemental que me da no sé que tenerlo que decir yo.
Naturalmente todo depende de la intensidad o la cantidad. Hace 3 años y medio que una amiga que reencontré en Facebook y yo tendríamos que habernos visto. Hará uno descubrí que vivía a 10 minutos de mi casa. A pie. Que yo vivo a 3 minutos de su peluquería. Las excusas que me ha presentado cuando en el último momento se desdecía me han hecho preocuparme por su estabilidad mental y/o emocional. Tal vez porque parto de la base de aquello de la palabra dada y otras tonterías. Pero han sido 3 años y medio y cosa de unos 70 mensajes o más. Todo para nada. Mucho emoticón y mucho rollo.
Más allá de lo que se pueda ver afectado mi amor propio, cosa que no tiene la menor importancia, me parece una pérdida de tiempo y algo exento de toda dignidad. Pero sin duda lo que sobre todo es, es cansado, muy cansado. Si para quedar con alguien tiene una que emplear más de 4 mensajes prefiero no quedar.

Fritz Baumgarten

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