25.8.17

El polvo del camino

"En los barrancos abiertos por las aguas, la tierra se deshizo en secos 
riachuelos de polvo. Las ardillas de tierra y las hormigas 
león iniciaron pequeñas avalanchas. Y mientras el fiero 
sol atacaba día tras día, las hojas del maíz joven fueron 
perdiendo rigidez y tiesura; al principio se inclinaron 
dibujando una curva, y luego, cuando la armadura 
central se debilitó, cada hoja se agachó hacia el suelo. 
Entonces llegó junio y el sol brilló aún más cruelmente. 
Los bordes marrones de las hojas del maíz se 
ensancharon y alcanzaron la armadura central. La maleza se 
agostó y se encogió, volviendo hacia sus raíces. 
El aire era tenue y el cielo más pálido; y la tierra 
palideció día a día. 
En las carreteras por donde se movían los troncos de 
animales, donde las ruedas batían la tierra y los 
cascos de los caballos la removían, la costra se
 rompió y se transformó en polvo. Cualquier 
cosa que se moviera levantaba polvo en el aire; un 
hombre caminando levantaba una fina capa que 
le llegaba a la cintura, un carro hacía subir el polvo 
a la altura de las cercas y un automóvil dejaba 
una nube hirviendo detrás de él. 
El polvo tardaba mucho en volver a asentarse." 
John Steinbeck, Las uvas de la ira




royectaron ayer jueves "Las uvas de la ira" (John Ford, 1940) en la Filmoteca. Aunque no tuve presencia de ánimo para acercarme al Raval bajando por las Ramblas, las crucé por la Boquería. Allí se ha montado uno de esos altares populares llenos de notas, velas y peluches. El primer altar de este tipo que vi fue en Múnich, el que está erigido en memoria de Michael Jackson. Pues bueno molt bé éste es como 40 veces más extenso y, como es natural, sin orden ni concierto más que el de la acumulación. Minutos después tuve un calambre en el estómago, que se me pasó enseguida pero que me demostró que se me había apelotonado una procesión por dentro.
California la avistan los personajes empobrecidos de la película de John Ford al fondo y como la tierra prometida, rebosante de viñas y melocotones. Hubo un tiempo en que se quemaron públicamente las obras de John Steinbeck, que en lugar de complacerse con la prosperidad, señalaba lo bien que vivían terratenientes y banqueros a costa de los trabajadores del campo mexicanos y okies (de Oklahoma). El grupo del fotograma de hoy se dirige hacia allí por la ruta 66 y a medio camino se cruzan con un hombre que regresa defraudado por lo mal que se les paga y porque perdió a su mujer y a sus hijos a causa del hambre:
—He intentado advertirles —dijo—. De algo que tardé un año en comprender. Dos hijos y mi mujer tuvieron que morir para que me diera cuenta. Pero no se lo puedo contar a ustedes. Debí haberlo sabido. Nadie me pudo convencer a mí tampoco. No les puedo hablar de mis pequeños, acostados en la tienda con los vientres hinchados y nada más que piel cubriendo sus huesos; temblaban y gimoteaban como cachorrillos y yo corriendo como loco de aquí para allá, buscando trabajo, no por dinero, ¡no por salario! —gritó—. Dios mío, sólo por una taza de harina y una cucharada de manteca. 
Y luego vino el forense. «Estos niños han muerto de un fallo cardíaco», dijo. Lo escribió en el papel. Ellos tiritaban con los vientres hinchados como la vejiga de un gorrino. (John Steinbeck, Las uvas de la ira)
John Ford sigue casi literalmente la novela hasta allí donde permite lo que va del sexto arte al séptimo arte. Por lo tanto de la forma más clara y concisa tanto el escritor como el cineasta nos hacen un retrato de lo que fue una crisis ambiental (Dust bowl) y económica de la Gran Depresión. El hambre y no una insuficiencia coronaria era de lo que tendría que haber informado el médico, que seguramente se veía obligado a no estropear los números de la mortalidad y la morbilidad. Para contrarrestar la prevaricación de unos, hay que decir que otros levantaron campamentos o hoovervilles para asegurar la asistencia sanitaria y de otras necesidades básicas, de manera que los desempleados pudieran reparar su dignidad como personas y comer.
El realismo de la película y de la novela es algo que además participa de la contribución de actores que ya se ve que provenían o del cine mudo o de sus frutos. Son dos obras maestras. John Fonda está en su plenitud y sus ojos, aunque se dirá que no son tan bonitos como los de Paul Newman, tienen una mirada fascinante, entre tierna, terca y tronada. En los años 80, cuando se le concedió un óscar honorífico, en la ceremonia de la entrega accedió al escenario mientras sonaba la música de una de las canciones de "The grapes of warth", su película sin duda.
Casualmente, o no, resulta que al entrar a la proyección coincidí con uno de esos señores de quien podría decir que he tenido la mala suerte de tener en mi camino. En realidad no lo conozco gran cosa, pero puedo decir que ha hecho una carrera profesional en la Sanidad a costa de muchos desafueros, de no pocas componendas y de su voraz codicia. Pertenece a lo que Basilio Losada denomina "la jauría maldita de los triunfadores". No tengo nada personal contra este señor, si quitamos mi aversión por la grotesca costumbre de teñir su pelo. Su figura esperpéntica no me produjo ninguna irritación más que la de pensar que era mejor que no estuviera en la sala junto con la gente honrada. Me imagino a los autores de la Gran Depresión, pero no a los autores de sus obras de arte sino a los responsables, yendo a ver la película de John Ford o leyendo el libro de Steinbeck.
John Ford sigue fielmente a Steinbeck en la escena en que Ma Joad da de comer sobras a una pléyade de niños hambrientos pero en vez de servirles ella la comida en sus latas lo que hace es dejarlos solos:
Voy a dejaros aquí fuera la olla para que todos lo probéis, pero no os va a servir de nada —vaciló—. No puedo remediarlo. No os puedo privar de lo poco que haya. —Levantó la olla y la dejó en el suelo—. Esperad un poco. Está demasiado caliente —dijo, y entró rápidamente en la tienda para no ver. Su familia estaba sentada en el suelo, cada uno con su plato; podían oír a los niños metiendo en la olla sus palos, cucharas y trozos de hojalata oxidada. Un montón de niños ocultaba la olla de la vista. No hablaban, no peleaban ni discutían; pero todos ellos tenían una callada resolución, una fiereza inflexible. Madre les dio la espalda para no ver—. No podemos volver a hacer eso —decidió—. Tenemos que comer solos —se oyó cómo rebañaban la olla y luego el montón de críos se disolvió y los niños se fueron, dejando la olla rebañada en el suelo. Madre miró los platos vacíos—. 
Steinbeck yo diría que no conocía directamente ni de cerca el hambre, pero John Ford sí, ni que fuera a través de sus padres, que algo sufrirían la plaga irlandesa de la patata. Cuenta mi madre -que nació en el año 1934 en un pueblo gallego- que en la época del hambre, pasaba a veces por el huerto de una familia de ricos y ellos hacían como que no la veían y se metían disimuladamente dentro de la casa con el perro guardián, para que ella pudiera tomar una manzana o dos de sus árboles y no condenarla a la vergüenza de la caridad o advertir el hurto.

Algo tuvo que ver mi calambre o que se me pusiera de punta el nervio simpático con oír en una versión tan blue grass dos clásicos del country: Red River Valley y She'll be coming round the mountain. La versión que enlazo de El valle del río Colorado la canta Henry Fonda cuando saca a bailar a su madre en su hooverville o campamento de desplazados. La primera versión que yo conocí es la catalana y creo que ahora la ponen mucho en los tanatorios.

Fotograma de "The grapes of warth" (John Ford,1940)

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